Escuchaba el tango Siga el corso con letra de Francisco García Giménez con música de Anselmo Aieta y me puse nostálgico, de aquellos carnavales de antaño, claro. Pero muy de antaño, tanto que los alcancé a vislumbrar siendo un niño. El que escuchaba lo cantaba Ricardo, Chiqui, Pereyra, su tango de bandera, pero me enganché y busqué las versiones de Julio Sosa y la de Gardel. Sosa, un monstruo por su vozarrón y recitados previos, un cantor que actuaba los tangos, Gardel muy desmerecido ante sus sucesores, pero volví a escuchar y con mis escasos conocimientos musicales advertí algo que me pareció decisivo.
Las orquestas importantes incorporan la voz del cantante como un instrumento más, entonces se escucha un todo en el que sobresale una voz pero muy respaldada. Volví a escuchar a Gardel y me asombré al no encontrar respaldo, esas pobres guitarras no agregaban nada, la orquesta, la melodía era su voz. Por otra parte pensé en García Giménez autor de la letra, un poeta sin duda, y comprobé una vez más como ellos, los poetas, con algunas palabras elegidas pueden pintar un cuadro en el que reflejan aspectos paisajísticos, sociales y hasta económicos que a un lego le llevaría varias páginas describir y no tan bien.
Esa colombina
puso en sus ojeras
humo de la hoguera
de su corazón...
Aquella marquesa
de la risa loca
se pintó la boca
por besar a un clown
La colombina y la marquesa eran mujeres de la época de mi madre o anteriores, controladas por una sociedad machista compuesta por padres, hermanos, primos y hasta vecinos que obraban como guardias pretorianos y que asediada en la calle por un hombre que se presentaba con un, me permite que la acompañe, solo atinaba a decir con voz casi inaudible, por favor retírese que me compromete…Esta misma mujer encontraba su liberación en los carnavales de la época, tras una máscara o un disfraz que ocultaba su identidad y manifestaba en sus ojeras o en su risa loca la hoguera de pasión reprimida que ardía en su pecho. Un desesperado grito por la liberación que llegaría décadas más tarde.
Cruza del palco hasta el coche
la serpentina nerviosa y fina;
como un pintoresco broche
sobre la noche del Carnaval.
A través de esa nebulosa que el tiempo impone en la memoria veo en el carnaval de mi pueblo, siendo niño, el palco mencionado, un rectángulo de madera de unos cuatro metros cuadrados elevado un metro y algo sobre nivel de calle en cuyas barandas se acodaba la gente para ver pasar los autos y los disfrazados con el correspondiente intercambio de risas, bromas, serpentinas y papel picado. Claro, un niño solo ve y escucha el colorido y el ruido del carnaval, las pasiones, los desahogos, los prejuicios y la tangente en la que desemboca la soledad cotidiana le son ajenos.
Decime quién sos vos,
decime dónde vas,
alegre mascarita
que me gritas al pasar:
"-¿Qué hacés? ¿Me conocés?
Adiós... Adiós... Adiós...
¡Yo soy la misteriosa
mujercita que buscás!"
La mujer invierte roles, amparada en el anonimato que le brinda un antifaz o una careta provoca al hombre fingiendo la voz, cosa inaudita en la vida cotidiana de la época y el hombre para quien el amor y la pasión no le eran muy accesibles por razones obvias, mujeres controladas, sociedad pacata y prostitutas sospechosas en tiempos policiales sin antibióticos, acusa recibo y rezonga herido en su masculinidad.
-¡Sacate el antifaz!
¡Te quiero conocer!
Tus ojos, por el corso,
van buscando mi ansiedad.
¡Tú risa me hace mal!
Mostrate como sos.
¡Detrás de tus desvíos
todo el año es Carnaval!
Y el poeta con palabras justas da las últimas pinceladas a su cuadro nostálgico colorido y sonoro que retrotraen a quien los vivió a aquellos carnavales gloriosos plenos de algarabía y entusiasmo en los que mezclados en el tumulto ruidoso, por una noche, el pobre podía transmutarse en un príncipe y el aristócrata en un mendigo.
Con sonora burla
truena la corneta
de una pizpireta
dama de organdí.
Y entre grito y risa,
linda maragata,
jura que la mata
la pasión por mí.
Bajo los chuscos carteles
pasan los fieles
del dios jocundo
y le va prendiendo al mundo
sus cascabeles el Carnaval
Fin del tango, pero una cosa lleva a la otra y me terminé preguntando ¿El tango murió...? La respuesta no tardó en llegar a mis neuronas, si murió y hace bastante tiempo. En línea paralela podría preguntarme ¿Borges murió…? Si, murió pero lo seguimos leyendo y lo harán futuras generaciones. El tango también murió pero nos dejó sus glorias de tiempos de esplendor que es lo que sobrevive para siempre.
Veo una parábola que se inicia a principios del siglo XX y que lentamente asciende hasta encontrar su cénit en la década del cuarenta. Hasta ahí la música predominante era el tango con las grandes orquestas de la época, Canaro, Troilo, De Angelis, Di Sarli, D Arienzo y tantas otras. Los bailes se complementaban secundariamente con otra música a la que se anunciaba como Característica, fox trots, pasodobles y el inquietante bolero. El tango dominaba en bailes de clubes, confiterías y tronaba por todas las emisoras radiales, en muchas de ella con programas exclusivos. Solo veía rival serio en el bolero, más romántico e íntimo que permitía bailar a los menos diestros por sus pasos simples y cortos.
Al comenzar la segunda mitad del siglo algo cambia e inicia la declinación. La juventud comienza a rebelarse, en principio contra la inflexible autoridad paterna, busca aire fresco e identidad y el tango no la refleja. La ingenua Estercita, la del tapado marrón o la pebeta deslumbrada por las luces del centro, buena chicas de barrio con vestidos de percal seducidas por gavilanes compadritos ya no conmueven a los chicos de los cincuenta. La tecnología incipiente trae a Buenos Aires, y digo Buenos aires porque es sinónimo de tango, tardíamente, la música de las grandes bandas norteamericanas, Benny Goodman, Tommy Dorsey, Glenn Miller. Recuerdo que cuando allá por el 53 se estrena la película Música y lágrimas que narraba la vida de Glenn Miller, desaparecido en un vuelo durante la guerra, diez años antes, los chicos bailaban en los pasillos de los cines. Casi sin intervalo aparece en escena la prehistoria del rock con Billy Haley, Little Richard y Elvis Presley. que enganchan furiosamente a los teen agers, como los llaman los americanos y el tango acelera su pérdida de espacio.
Paralelamente se produce un fenómeno social. La ciudad se divide en dos bandos jóvenes muy definidos, los petiteros y los milongueros. Los primeros de condición social acomodada con cuartel central en el Petit Café de la elegante avenida Santa Fe y Callao, de allí lo de petiteros, cultores de música foránea y los segundos fanáticos del tango con sede en clubes de barrios más proletarios. El norte y el sur, lo IN y lo OUT. Hasta la indumentaria los diferencia, los pitucos del norte IN visten trajes con saco de tres botones, pantalón ajustado y angosto de tiro bajo con una fina botamanga veintidós, zapatos con hebilla, camisas de cuello redondeado con traba de metal, gemelos en los puños y pelo largo sin llegar a la melena peinado a la cachetada. Los segundos pantalones de tiro alto abuchonados arriba angostándose hacia abajo con botamanga ancha, sacos cruzados largos, camisas con cuello en punta y corbatas con un grueso nudo llamado filipino. Pelo engominado sobre las sienes y suelto en la parte alta de la cabeza. Niños bien y laburantes, maricas y grasas, amantes del fútbol o del rugby, peronistas o antiperonistas. Divito, dibujante y director de la revista humorística más vendida de ese tiempo, Rico Tipo, los caricaturizó maravillosamente. El tango seguía para atrás. El bolero subsiste como epílogo de los bailes al llegar la hora de apretar, de los lentos.
Subrepticiamente, se venía gestando con paso lento a través de los años, otra revolución que estalla en los sesenta, la de las mujeres que asumen con decisión su derecho a disfrutar libremente de su sexualidad. La mujer, prostitutas aparte, que tiempos atrás asumía el riesgo social de ser llevada a una amueblada, término con que se designaba a lugares inidentificados, precursores de los muy publicitados hoteles alojamiento y que lo hacía cubriendo su cabellera con un pañuelo, anteojos negros y escondiendo su cara todo lo que le permitía la intimidad del auto, particular o taxi, es reemplazada en los sesenta por una multitud de mujeres, preferentemente jóvenes que con total desenfado los sábados por la noche, esperan arrumadas con su pareja, turno de habitación en los rellanos y escaleras de los hoteles ingresando a ellos a pie o en auto con aire desafiante.
Es entonces cuando el poeta del tango pierde sus referencias. El paisaje, los códigos, el lenguaje han cambiado. El arrabal con sus calles de tierra se transforma en un conurbano pavimentado poblado de fábricas que absorben y amansan a los malevos compadritos recostados contra el farol y a los guitarreros cantores de serenatas que deambulaban las noches por los barrios esperando, al abrirse la ventana, el consabido “muchas gracias se oyó” La costurerita que dio aquél mal paso y la buena piba seducida por el del funyi marrón que al pago nunca volvió se han convertido en mujeres independientes que trabajan, que ocupan cargos en empresas mandoneando hombres, que viven solas en sus propios departamentos y que manejan autos a 180 km por hora. No hay cultura que pueda detener el fluir constante y dinámico del tiempo transformador expresado sabiamente en el anillo del inconmovible presidente de la Asociación Argentina de Fútbol durante más de treinta años, Julio H. Grondona; Todo pasa.
El futuro otrora tan distante, atravesando guerras, campeonatos mundiales, terrorismos, represiones, cambio de todo tipo de modas, crecimiento asombroso de las tecnologías, adolescencias, noviazgos, casamientos, nacimientos de hijos y nietos, llegó y de tanto en tanto al escuchar el rezongo de un bandoneón una gota de nostalgia se nos desliza por el alma y recordamos la voz del mudo contándonos como aquella colombina puso en sus ojeras el humo de la hoguera de su corazón.
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