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La primera fue una chica rubiecita, de no más de diecinueve años, con cara de concheta. No llegó sola; entró con una amiga algo más flaca y de nariz aguileña. Usaban las mismas botas de cuero marrón. Un chico las esperó un rato afuera, sentado en una moto verde agua. Cada tanto miraba para adentro. Alzaba el cuello como si fuera una tortuga o una jirafa de las sabanas africanas. Supongo que el aviso de la radio había sido demasiado oscuro, despertando en los oyentes, en igual medida, curiosidad y miedo.
Yo, en verdad, siempre quise ser escritor. Lo había intentado sin suerte, y el oficio de escritor es un oficio que requiere exageradamente de la suerte. Y, además, del talento, así que ni hablar. En dos o tres concursos provinciales fueron elegidos, entre los diez primeros, algunos cuentos míos. No alcanza para acceder al mundo literario, menos para vivir de él. Pero algo tenía que hacer o, como diría mi vieja, de algo debía que vivir. Tenía, por ese entonces, veinticinco años y nunca había conocido un trabajo fijo. Pensaba en eso, sentado, apoyadando la espalda en la humedad de una pared de un monoblock, sobre un grafiti que decía “yegua hija de puta”, cuando apareció Juan Carlos, o Juanca, para los amigos. Altísimo, parecía una torre con rulos. El agujero en su dentadura –producto de la ausencia de un colmillo- relucía desde lejos. Me saludó con una patada en la zapatilla izquierda, una patada amistosa, y se sentó. Le conté mi problema, mientras le convidaba cerveza en lata, media caliente por el sol de verano, que no perdona a las cervezas. Me dijo, Juanca, con la caradurez que lo caracteriza:
-¿Che, y si te hacés adivino? Necesitás plata, y yo tengo un amigo que me contó que su primo es escritor y escribe los horóscopos de “Primicia” para comer. De los diarios olvidate, están todos llenos, pero, con la capacidad para inventar historias que tenés, de adivino te iría bárbaro.
-¿Adivino? Con eso no ganás plata. Además nadie va a esas cosas.- refuté.
-Sí, ¿cómo qué no? Mi vieja iba a uno que se murió, y le cobraba un dineral. Le decían Solinsky, el viejo. O el sabio, o el adivino. No sé. Le leía el pasado, y después el futuro. La gente paga por ver a un tipo adivinando tu pasado, piensan que así lo podrán entender mejor. La idea es que primero sea a voluntad, hasta hacerte una clientela. Después ponemos una tarifa fija. Yo te ayudo, dale, boludo.
La chica rubia miraba, con unos ojos negros que contrastaban con su piel, que parecía harina, las cartas que tenía en la mesa y que le iba señalando de a poco. Tenía la boca semiabierta, y su respiración agitada me ponía algo nervioso. Un escote no dejaba ver mucho, porque no había mucho, en realidad, para ver.
Lo primero que tuvimos que hacer fue conseguir un lugar. Juanca llamó a César, su tío de Arrecifes. Nos consiguió un galponcito en la calle Rivadavia. Pero el precio fue caro: tuvimos que mentirle, diciéndole que estábamos por abrir un taller de chapa y pintura. Nos dio la llave del galpón, que lo tenía desde su adolescencia, y nos dijo que lo único que nos pedía era que en diez meses lo desocupáramos. Diez meses era mucho tiempo, y esperábamos que fuera, también, mucha plata.
La ambientación fue un proceso que realizamos observando los detalles más insignificantes de las películas de terror que tenía en mi colección de descargas de Ares. Compramos cortinas bordó que se cerraban sobre la pequeña ventana –la única ventana- que tenía el galpón. Esas cortinas eran casi innecesarias, porque el lugar ya era de por sí demasiado oscuro. Todo el estado miserable del galpón ayudaba. Las telarañas, la humedad trepándose por las paredes y dibujando figuras en ella, los restos de vidrio de botellas rotas en el suelo, los huecos por los que se escapaban las hormigas. No sabía, no sé, porque pensamos que el oficio del adivino debe ser un oficio sucio. Pero así lo fue.
Lo primero que adiviné fue su nombre: Alejandra. Me miraba como deben mirarlo a Dios, con una mezcla de incredulidad y de inevitable fe. Cada vez que acertaba en algo (un novio, una fiebre, una mascota o una fiesta) apretaba con la delgadez de su mano un pañuelo que llevaba en el cuello, con dibujitos infantiles, que creo eran caballos. Miraba a su amiga que, parada a unos pasos de mi mesa, se mordía el borde de los dedos. No lo podía creer. Yo tampoco. No sabía cómo las historias que le inventaba a esa muchacha totalmente desconocida para mí se volvían realidades sólidas como la más sólida piedra para ella. En un momento pensé que, en lugar de estar adivinando su pasado, se lo estaba creando.
Tal vez, pienso ahora, había cierta complicidad de su parte. Tal vez ella estaba adivinando mi ineptitud, burlándose de ella, asintiendo con exageración –muy bien actuada- ante cada enunciado que yo hacía.
Lo primero, en este mundo, es la publicidad. Grabamos un pequeño spot que llevamos a tres radios de la ciudad: Conejera, Averno y Rayo. Nos prometieron que, a cambio de cien pesos, pasarían la publicidad tres veces por día. Eso sí: el horario en que se emitieran lo establecerían ellos. Aceptamos, claro. No había otra manera. La publicidad, aún la tengo, si la escucho ahora me avergüenza. Unos violines nos servían de música de fondo, y mi voz, ronca, intentaba imitar la de Vincent Price.
Juan Carlos le dio, antes de que Alejandra entrara, una gorra. Ella puso, generosamente, ciento cincuenta pesos. Juan Carlos disimuló su sorpresa y asintió con un gesto cortés.
Ahora ella estaba frente a mí, contándome la historia de su vida con sus ojos negros como dos granos de café. Su madre había muerto cuando era apenas un infante, no supe precisar la edad. Su padre, la violó. No sé cómo pude decirle eso. Sé que vi a su amiga volver la cabeza hacia la ventana por la vergüenza. Ella me miró con enojo, pero asintió. Sentí que me culpaba de aquellas cosas que yo le decía. Como si la razón por la que hubiera sucedido su vida fuera esta sesión que estábamos manteniendo. Su último novio, Ezequiel, era un transa. Vendía droga a las clases altas, en fiestas caras. Lo habían matado de un balazo. Ella estaba triste, pensé que era mejor terminar.
Se fue, dándome las gracias. Ni siquiera tuve que leerle el futuro. Sólo le dije que se cuidara, que intentara crear mejores vínculos, y señalé hacia afuera, creyendo que el muchacho de la moto aún estaba ahí. Ella sonrió y se fue.

Texto agregado el 13-08-2014, y leído por 172 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
13-08-2014 muy buena narración, adivinos chantas hay en todos lados y también incautos que les hacen el sueldo. Carmen-Valdes
13-08-2014 Un cuento divertido y no tan raro.Hoy,en pleno siglo XXI,aún abundan los incautos.UN ABRAZO. GAFER
13-08-2014 Muy bueno. Pasame la dirección y te mando algún candidato. saludos alexandrocasals
 
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