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Bernardo era un joven de dieciséis años. Pero no era un joven como cualquier otro. Tenía una enfermedad mental producida por un desorden genético que no estaba determinado por ningún tipo de factor, según el médico le había explicado a Alicia, su madre.
Todos los días, ella le suministraba una dosis de un medicamento vía oral que reducía al mínimo el efecto de violencia sobre el pobre enfermo.
La violencia era un síntoma de su discapacidad: podía desatar sus violentos comportamientos ni bien el más ligero mililitro de medicamento no se le era suministrado. Es por ello que su madre requirió de una cierta paciencia y así, con la experiencia y la práctica de todos los días, logró amaestrar su ojo para tal medición y lograr el efecto deseado en su querido hijo.
No obstante, a pesar de las dificultades, Bernardo podía caminar libremente, dar un paseo y regresar a su hogar, alimentarse por su cuenta, reconocer lugares y algunas otras cosas más.
Es más, iba al colegio, al igual que cualquier otro joven de dieciséis años, pero —a diferencia de uno— requería de cierta ayuda complementaria y se lo trataba distinto.
— ¿Quién iba a creerlo? —decían los parientes, orgullosos—. Ya se maneja solito de acá para allá… ¡Qué campeón, Bernie!

Un día, Bernardo le mostró a su madre una invitación que había recibido a un cumpleaños de su compañera de curso. Alicia se emocionó por el gesto que había tenido esta joven, ya que —hasta entonces— su hijo no había sido invitado a ningún evento anterior. No tenía amigos… Lo único que tenía era un grave desorden mental.

El día de la fiesta de cumpleaños llegó y, con su traje negro, su corbata rayada, sus zapatos recién lustrados y la saliva que se le escapaba de la boca, se miró al espejo, antes de que su madre lo viera y recorriera su mentón con una servilleta de papel.
A ojo cerrado, Alicia midió la cantidad exacta de medicamento y se lo suministró.
Sabía que Bernardo estaba feliz en ese momento, preparado para partir a la fiesta, aunque no lo demostrara. Lo que no sabía era que, por casualidad esa vez, la medición del medicamento había sido levemente errónea pero aún así considerable para desencadenar ciertos síntomas. La falta de exactitud en la medición echó a perder el efecto, como si Bernardo no hubiese tomado nada.
El muchacho partió entonces, bajo ningún efecto de la dosis, hacia la fiesta, mirando —idiotizado— a su madre mientras conducía el vehículo.
—Quiero que te portes bien como lo hacés siempre —le dijo. Ni se imaginaba que el medicamento mal suministrado no tendría resultado alguno.
Después de un cariñoso beso en la cabeza, Bernardo bajó del auto y entró a la fiesta, a manos temblorosas por los nervios.
Caminaba lentamente, atontado, mirando los globos rosados, los creativos centros de mesa…
Escuchando la música que salía de aquellos enormes parlantes, como también el parloteo de los invitados…
Muchos entendieron su problema y evitaron observarlo, para que no se sintiera discriminado.
La cumpleañera lo recibió y, afectuosamente, lo hizo sentar alrededor de una mesa circular.
Como las agujas de un reloj, su mirada recorrió cada rostro como si fuera un número…

Después del plato principal, dos chicos de su misma edad comenzaron a reírse de una forma descontrolada.
Estaban hablando quién sabe qué cosa, pero fuese lo que fuese los había hecho descostillarse de la risa. Habían tomado alguna que otra copa de más, es verdad, lo cual también contribuía a las imparables carcajadas.
Bernardo los escuchó y les dirigió la mirada, todavía atontado.
Lo que él veía e interpretaba —síntoma que apareció primero por el mal suministro de la dosis— era que se estaban burlando de su enfermedad, cuando en realidad los dos alegres jóvenes no tenían ni la más mínima intención de molestarlo.
El enojo que le produjo fue tanto, que, cuando los vio levantarse de sus sillas, los siguió por detrás.
Solos en el baño ahora, los dos adolescentes hacían lo propio.
Seguían riéndose todavía cuando, a la espera de ninguno, entró Bernardo, con sus ojitos brillosos y su ceño fruncido, enojado, muy enojado. Los dos lo miraron como si nada, lejos de imaginarse lo que estaba por suceder.
Lo primero que hizo el discapacitado fue trabar la puerta y apagar la luz.
Su violencia se desató —de inmediato— como la de un guepardo.
Ni hablar de los gritos de horror, que no fueron percibidos por el volumen de la música, ni del sonido del agua de dos de los inodoros cuando —todavía en oscuridad absoluta— las cabecitas de los dos amigos terminaron sumergidas de pelo a mentón en cada uno de ellos a causa de la incontrolable fuerza de las manos del enfermo.
El glubs-glubs de las últimas burbujas de aire de las bocas de los desesperados muchachos no tardó en apagarse.
—Nos va-mos a ven-gar… Mal-di-to bo-bo…Nos va-mos a ven-gar…
¡Qué raro! Bien muertos estaban los dos cuando esas palabras resonaron —así, textuales— en la oscuridad del sanitario. Al menos eso es lo que había escuchado Bernardo antes de marcharse, satisfecho por el acto que había concebido.

Antes de que finalizara el cumpleaños, la policía entrevistó a cada invitado. El error que cometieron los oficiales fue dejar libre a Bernardo, por la condición que poseía.
—Un tonto no va a hacer una cosa así, ni sin medicación —dijo uno de los patrulleros, segundos antes de dejarlo en libertad—. Matar a dos pibes en un baño… Yo creo que era más fácil matarlo a él…
Ni hablar de los pensamientos que se le cruzaron por la cabeza a Alicia, cuando se enteró del percance y su hijo le confesó, ya en casa:
—Se estaban riendo de mí… Se estaban riendo de mí…
Lo mejor que podía hacer era callarse la boca antes que ir a la cárcel por falta de responsabilidad.

Pasaron algunos años.
Bernardo y Alicia se habían mudado a una pequeña quinta para disfrutar del verano.
Bernardo pataleaba en la pileta —como un bebé— con la ayuda de su madre, cuya intención era enseñarle a nadar.
Bastante bien por el momento, aunque no lograba resistir a flote más de unos escasos segundos, antes de que su mamá lo volviera a sostener.
—Ya vengo, hijo, no te muevas de ahí —le había dicho. El joven se quedó bien sentadito sobre el borde. Alicia sabía que Bernardo entendía esos mensajes y era muy obediente cuando se encontraba bajo el efecto del tratamiento, por lo que no sería un problema dejarlo solo.
Sentado en la orilla entonces, no quitaba los ojos de la pileta, con los párpados semicerrados, atontado por el reflejo del sol que rebotaba en el agua y le pegaba en la cara. El hecho le causó gracia, como consecuencia de su deficiencia mental, por lo que comenzó a reír.
Cada vez que era cegado por la luminosidad, reía.
Y reía, y reía…
Fue en ese instante en el que sintió —de repente— unas manos que lo empujaban hacia la piscina.
Desesperado en el intento de mantenerse a flote, movía alocadamente brazos y piernas, pretendiendo reproducir lo poco que había aprendido, sin éxito alguno, emitiendo gemidos de auxilio para llamar a su mamá, mientras veía —horrorizado y encandilado por el sol— las siluetas de dos jóvenes de pie, observándolo.
Cuando Alicia regresó, vio a su hijo flotando como una balsa, boca abajo y, en el cemento del suelo, palabras escritas como por un dedo húmedo que decían: “Creímos que se reía de nosotros”, las cuales llegó a leer apenas antes de que se evaporaran por el calor del sol.

Texto agregado el 12-08-2014, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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