Érase una vez un par de muchachitas que nacieron en el mismo poblado, pero con muchos años de diferencia. La mayor, Josefa, fue educada para casarse y reproducirse; y sin más preámbulo, así se cumplió. Eulalia, una de las hijas que parió Josefa, era la otra muchachita.
De las tantas hijas que tuvo Josefa, Eulalia parecía haber nacido con la estrella invertida. Mientras sus hermanas gozaban de salud envidiable, Eulalia sufría de todas las enfermedades de la época, de las anteriores a su tiempo y de las futuras por sobrevenir. Muchas de esas dolencias aún no tenían nombre científico, pero Eulalia las padeció todas.
Los años pasaron y las dos muchachitas, madre e hija, envejecieron. Josefa desmejoraba y se marchitaba de manera natural como es usual en las personas mayores mientras que su hija Eulalia enfermaba y se deterioraba de forma inusitada. Día a día su cuerpo padecía trastornos que aún no se registraban en los libros de medicina, de tal forma que se agravaba y desgastaba mucho más rápido que su mamá. Fue tanta la adversidad de Eulalia que su madre acabó por pedirle a Dios sobrevivir a la muchacha porque ¿quién cuidaría de su hija si ella moría primero?
Pasado algún tiempo no fue aceptada en ningún centro de salud porque ni los hospitales ni los médicos sabían qué hacer con los trastornos de salud que Eulalia padecía, y así fue como terminaron por resignarse a vivir juntas en su casa. Un día de tantos, ambas se fueron a dormir.
Josefa soñó que recorría los senderos por donde había transitado durante toda su vida. En el sueño la acompañaba Eulalia que a medida que caminaban se rejuvenecía, hasta convertirse en una nena como de siete años. Josefa observaba que su pequeña hija enflaquecía y se consumía de una manera alarmante, casi hasta desaparecer. De pronto, Eulalia se detuvo y exclamó.
-¡Mamá, estoy cansada, no puedo seguir caminando!
Josefa tampoco tenía fuerzas de tanto que había deambulado y, siendo mayor, hasta en su sueño se agotaba. Sin embargo, hizo acopio de la fuerza que le quedaba, se echó a su hija al hombro y siguió peregrinando hasta que terminó de recorrer las rutas restantes que en su vida había caminado.
Al día siguiente, cuando Josefa despertó, se sentía tan extenuada que casi no podía caminar, suspiró profundamente y dijo.
-¿Será que anduve desandando como dicen los más viejos que yo?
Luego, ayudó a levantar a su hija, la bañó y le dio el desayuno. La vistió con su mejor traje porque Eulalia lo quería lucir ese día. Más tarde, Josefa también se bañó y se vistió con “ropa de salir”, como decía ella, por el sólo placer de que su hija se sintiera feliz. Ambas se sentaron en unas mecedoras en el porche de la casa y saludaban jovialmente a los vecinos que pasaban. Después, Josefa comenzó a leerle un cuento.
Al medio día, llegó la menor de las hermanas. Saludó a su madre y a su hermana mayor que aún estaban sentadas en el porche. Ellas respondieron con una placida sonrisa esculpida en sus sosegados rostros, ya sin vida. En el libro que tenía Josefa entre sus manos, se leía: "Érase una vez un par de muchachitas de la tierra, y un Dios que les quería..."
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