La liebre y el conejo.
La liebre.
En un punto distante al centro de la tierra, el cielo encapotaba un bosque extravagante, de personalidad ambivalente, de humor indeciso, de gusto individual. Arboles de tronco grueso y copa elevada hacia el cielo, plantas de hojas verdes y coloridas flores le daban vida. En este vivía una liebre, era de un color parecido al de la nieve polar, era como si por decisión propia habría renunciado al arte del camuflaje, tenía las orejas largas y erguidas y una nariz inquieta, ella corría libre y disfrutaba de lo que le ofrecía el generoso bosque, era una liebre afortunada, había nacido y vivido en libertad y siempre había estado rodeada de vida, y aunque una vez había caído en una trampa metálica de dientes afilados, y a pesar de la cicatriz que esta le había dejado en la espalda, ella había bloqueado de su mente este nefasto recuerdo y continuaba viviendo en armonía con ella misma y con su entorno.
Una tarde lluviosa, ella salió a dar un paseo, le agradaba la sensación que producían las gotas en su cuerpo, las sentía como el cariño que le brindaba la naturaleza, mientras corría, a cierta distancia vio como desfiguraba el paisaje una pequeña cabaña, se detuvo por un momento entrecerró los ojos como lo hace el lente de una cámara fotográfica profesional para capturar una buena imagen, y siguió su marcha hacia esta, la cabaña estaba rodeada por una cerca de madera y un camino de piedras invitaba a visitarla, la puerta de la cerca se encontraba abierta y la curiosa liebre se animo a entrar. Al pasar el umbral de madera, vio que a la derecha había un rosal bien delimitado y cuidado, habían rosas blancas y rojas, por estas se podía intuir la labor de una mano femenina, hacia la izquierda, separada por unos metros de césped, estaban apiladas dos jaulas, estas estaban hechas de madera y malla metálica, a pesar de haber sido hechas con la intención de privar la libertad, no parecían cárceles, en la jaula de arriba revoloteaban bulliciosos, ocho o nueve pajaritos, entre canarios y otros de diferentes especies, la de abajo parecía estar vacía.
La liebre se quedo parada por un momento frente a las jaulas, olfateo moviendo rápidamente la nariz de un lado a otro, enseguida y con mucha naturalidad se acerco a las jaulas, parecía que no era la primera vez que entraba en una cabaña. Mientras se acercaba, vio un movimiento y oyó un ruido proveniente de la jaula inferior, vio que se asomó una nariz parecida a la suya hacia la reja, continuo acercándose y ya casi cuando estaba pegada a la reja, pudo divisar una silueta; era un conejo, un conejo gris.
El conejo.
Entre colinas que se acercaban un poco a las nubes, o tal vez las nubes descendían un poco hacia estas, descansaban rocas de granito con formas poco definidas, estas, grises e inertes, resguardaban con celo las madrigueras de muchas vizcachas que salían de estos agujeros como si fueran los espíritus de estos líticos guardianes, estas aunque vivían en libertad, siempre andaban muy nerviosas debido a los halcones que desde el cielo, con vuelos circulares, las acechaban.
Esto era lo que recordaba con melancolía el conejo gris, su primer hogar, él, no entendía en qué circunstancias había llegado a nacer en ese lugar y esporádicamente era una pregunta que retornaba a desordenar su cabeza, así como retornan los vientos en Agosto cada año y levantan el polvo que yace impávido hasta su agitada llegada.
También recordaba con más claridad aun, como una tarde soleada como muchas, aburrido ya de su rutina, vio como llegaba un humano a estas colinas, desde su madriguera, vio como este reclutaba algunas vizcachas, el no entendía bien porque las vizcachas se pusieron tan nerviosas, el reconocía que ellas eran muy parecidas a él, pero se daba cuenta también que no eran de la misma especie, atribuyo este nerviosismo a esta diferencia. Pasaron algunos minutos y el conejo permaneció estático en la entrada de su madriguera, mas parecía una extensión de la roca que le brindaba cobijo, contrariamente el flujo de sus pensamientos era muy intenso, la curiosidad de saber a dónde llevarían a las vizcachas era muy fuerte y este decidió aventurarse a realizar este viaje, así, rompiendo la inercia previa, camino directamente hacia el humano, que al verlo, sorprendido, bajo una pequeña jaula de su camioneta y le abrió la puerta invitándolo a entrar.
Unas horas más tarde, le abrían la misma puerta y el conejo salía a un jardín, a un lado un rosal, y alrededor una cerca de madera, habían muchas cosas que nunca había visto en su vida, la cabaña, una podadora, el propio rosal, los canarios, la realidad alterada o arreglada por la mano del hombre, le causaban mucha curiosidad pero también temor en ese momento.
Pasaron unos días y el conejo ya se había habituado a su nuevo hogar, los temores se iban disipando mas rápido de lo que esperaba, era un conejo valiente, o al menos eso quería creer él. Cuando estaba en el jardín, disfrutaba de la belleza de las rosas y curioseaba entre las otras cosas desconocidas para él, lo único que le molestaba en su nueva rutina diaria, era tener que entrar a su jaula obligado todas las tardes cuando el sol se ponía, a pesar de que esta era más amplia y cómoda que su madriguera en la colina, en realidad lo que realmente le molestaba era la obligatoriedad y la puntualidad de este hecho, sin embargo, asumió que era el trabajo que tenía que hacer por la seguridad que le brindaba la cabaña y por no tener que salir a buscar el alimento exponiéndose a halcones o pumas.
Así pasaron algunos meses, y a pesar de que su espacio ahora era mas pequeño, este de vez en cuando le ofrecía algo interesante por conocer, a veces le daban cosas extrañas para comer, otras veces le mandaban niños para que pueda jugar con ellos, siempre tenía a alguien a su disposición y cuando pasaba el tiempo solo, se ocupaba en conocerse mas, no podía quejarse, de alguna manera su vida se había renovado.
Una tarde lluviosa, mientras dormía una siesta en su jaula, percibió un olor muy agradable, un olor que despertó su libido, se levanto y se asomo a la puerta de la jaula, esta estaba cerrada pero no estaba asegurada, cuando se asomo hacia la reja, quedo algo deslumbrado por un blanco intenso, le recordó a la temporada en la que caía nieve en su colina, después de cerrar y abrir varias veces los ojos para recuperar la visión, logro vislumbrar una silueta, era una liebre, una liebre muy blanca.
El jardín.
La lluvia caía sobre el césped aquella tarde, una lluvia delicada, una lluvia que no quería despertar a nadie, se formaba el rocío en el césped que parecía haber sido cortado recientemente por las cuchillas afiladas de una podadora, también en las rosas y en sus hojas, agua que caía de las nubes, agua que refrescaba aun mas el clima que ya era fresco.
El conejo se sorprendió al ver a la liebre en la puerta de la jaula, hasta aquella puerta le habían llevado frutos raros para comer, niños con quienes jugar, un molesto perro, entre otras cosas, en su pueblo natal había visto vizcachas y conejos antes, pero nunca había visto a una liebre ni había visto un color tan deslumbrante, sintió algo parecido a un escalofrió, como si la sangre que circulaba por su cuerpo se le fuera congelando.
La liebre no sintió la misma sensación, la había sentido alguna vez, años atrás, no en esa ocasión. Aun absorto por la brillantez de su pelaje, tímidamente el conejo saludo a la liebre.
- Hola, ¿qué haces por aquí?
- Estaba paseando por el bosque y me encontré con esta cabaña, es la curiosidad la que me ha acercado.
Al conejo le sorprendió la soltura y la naturalidad con la que hablaba aquel ser que veía por primera vez, la timidez se le agudizo aun más.
- ¿Eres una vizcacha? – Pregunto el conejo – Nunca había visto vizcachas tan blancas, dijo.
- No, soy una liebre.
Tuvieron una conversación introductoria algo prolongada, la liebre se describió como se describiría un niño inocente que no conoce la maldad, era en realidad un ser sin maldad, no era un ser puro, pero en su corazón no había espacio para la maldad, al poco tiempo, luego de que ambos formularon y respondieron algunas preguntas protocolares, el conejo supero la timidez con la que había salido de su jaula, la liebre, con las tonalidades en su habla, el vaho de su espiritu y el mensaje de sus respuestas, había transmitido, sin querer, que era un ser noble, uno que no le haría daño.
Las nubes ya casi se habían consumido y las gotas de agua que caían eran tan pequeñas que apenas llegaban al suelo, el sol empezaba a aparecer en el otro hemisferio de la tierra y la oscuridad de una noche sin estrellas amenazaba con llegar pronto. La liebre se despidió sin mayores ceremonias y salió corriendo por la puerta de la cerca de madera, el conejo se metió en su jaula y minutos después asomo la cara por la reja, con la mirada dibujaba la ruta que había hecho la liebre al salir, ya no sentía que la sangre se le congelaba, sentía un calor en su torrente.
Los mundos.
El conejo se encontraba mirando las rosas rojas a un lado del patio, escuchaba con atención a la liebre que se encontraba unos metros atrás que observándolo le contaba sobre la vida en el bosque.
Aquella mañana nubosa y grisácea la liebre había salido temprano de su hogar, la noche anterior no había podido dejar de pensar en la parsimonia en que vivía aquel conejo de la cabaña, era algo que le intrigaba. Él había dormido con la tranquilidad habitual que le ofrecía su amplio y enrejado hogar, se emocionó al verla al otro lado de la reja cuando ella llego, salió a recibirla, luego del saludo protocolar, empezarían una conversación más personal.
El conejo tenía los ojos enclavados en aquellas rosas, como si pudiera ver cómo estas crecían en ese pequeño intervalo de tiempo, aunque parecía que prestaba más atención a las rosas que a lo que le iba contando la liebre, lo cierto era que en su mente imaginaba y escenificaba con detalle cada frase que escuchaba, por momentos le daban ganas de salir corriendo a protagonizar lo que en su cabeza construía, la liebre le había pintado un mundo del que era difícil creer que existía.
Una vez que la liebre había terminado de exponer todas las cualidades y generosidades que su mundo ofrecía, pasaron unos segundos de silencio, el conejo sin inmutarse, permanecía en la misma posición en la que había empezado a escucharla, la liebre al ver que este yacía tan estático, llego a pensar que por algún hechizo de las rosas había sido petrificado; cuando dio dos pasos acercándose a él, el conejo ensayo su respuesta.
- Es un mundo fabuloso el que has descrito, ahora me queda claro de donde proviene la belleza de tu pelaje, tu deslumbrante color y la tranquilidad que transmite tu aura, no puedo negar que en un momento me han dado ganas de salir corriendo allá afuera a respirar de ese verdor del que hablas, a ver esas coloridas flores que tanto te gustan, a conversar con esos interesantes seres de los que me has contado, algunas veces he tratado de imaginar lo que hay detrás de esa cerca, pero siempre las imágenes habían sido algo difusas, un poco distorsionadas, hoy tú has disipado un poco esa neblina, creo que hoy he podido ver las cosas con mayor claridad.
El conejo hablaba sin voltear, ambos permanecieron sin moverse, si alguien veía la escena desde fuera, le habría parecido una postal sino fuera por el movimiento que provocaba la brisa en las ramas de los rosales, ellos solo emitían sonidos continuos y pestañeos esporádicos.
- Como ves, ahora este es mi mundo. – Dijo el conejo, sin apartar los ojos de los pétalos de las rosas – Entre estas cercas he pasado los últimos años de mi vida, seguramente a ti te parecerá un encierro, pero como puedes observar, yo soy un ser pequeño y aquí tengo todo lo que necesito y lo que deseo por ahora, tengo comida, no paso frio, tengo un lugar donde distraerme y tengo la seguridad que me otorgan estas cercas, también tengo un sirviente que todos los días me trae la comida y limpia mi casa, es cómodo y saludable aquí. Vivir aquí tiene muchas ventajas también, los dolores son aplacados rápidamente.
El conejo tenía la idea de que todo lo que le pasaba estaba determinado por su subconsciente, esto lo tenía claro, para él, había sido determinante aquella mañana en las colinas, esa mañana en la que había llegado un humano en su camioneta, aquella mañana lejana ya, en la que el había decidido dirigirse hacia aquella jaula que aquella mujer le había abierto, esa había sido su voluntad y a partir de ese hecho, todo estaba determinado por él, aunque a veces fuera su subconsciente el que lo mandara.
- No creas que siempre he vivido de esta manera – el conejo volteo y vio como la fría luz iluminaba el rostro de su circunstancial amiga – antes de llegar aquí, también pude disfrutar de una libertad parecida a la que me hablaste, no fue tan colorida como la que he imaginado mientras narrabas tu mundo, aunque fue intensa e involucraba todas esas cualidades inherentes a ese estado mental, lo disfrute tanto, que a veces la extraño. Sin embargo, soy consciente, aunque tal vez sea mi subconsciente el que lo es, de que esta vida, para algunos demasiado corta, para otros demasiado prolongada, es episódica, y por ahora de una manera singular, disfruto de este periodo que me ha tocado, o que me he generado.
El viaje.
Esa noche el conejo Horacio gasto casi todas las horas con luna pensando en aquella conversación, evocó pensamientos de cuando era joven, recordó frases de canciones que había escuchado diez o quince años antes, visualizo líneas de libros, todas tenían cierto punto de convergencia y ya cuando ni el chirrido de los grillos se escuchaba, decidió salir de esa cómoda cabaña, todavía estaba muy oscuro cuando se encontró fuera, siguió el rumbo que le dictaba el instinto, ayudado por su olfato que percibía el aroma volatilizado que había dejado la liebre, al comienzo temeroso, luego cauteloso a medida que los arboles dejaban pasar los primeros rayos del sol, no paso mucho tiempo para encontrar a Luciana, la liebre, que en el bosque se veía más bella aún, sería que su belleza era catalizada por ese espíritu de libertad ahí afuera, esta se sorprendió al verlo, a pesar de que sabía que en algún momento Horacio la buscaría, pero no se había imaginado que iba a ser tan pronto.
Horacio le dijo que había tomado la decisión de dejar la confortable cabaña, que quería realizar un viaje y que le gustaría mucho que ella lo acompañe, Luciana se sorprendió aún más al escuchar esto, y así como se sorprendió, le emociono la vehemencia con la que él hablaba, no tuvo que pensarlo para aceptar la invitación, era algo que ella también quería hacer hacia algún tiempo.
Así Horacio y Luciana se hicieron de sus mochilas a la espalda ese mismo día, tomaron el tren que los llevaba a Mollendo, una ciudad al sur del bosque y empezó un viaje que hasta ahora no termina, a veces solo tienen un par de zanahorias para comer y otras tienen los estómagos ardiendo, lo único bien alimentado que tienen es el espíritu. Ahora están en Lisboa, haciendo magia, a veces le toca salir de la galera a Horacio y otras a Luciana, el trabajo es compartido, tanto como la satisfacción que solo puede tener un espíritu libre.
|