Iniara Iniesta (IX)
Despierto y Jerónimo me ha traído el desayuno junto con una buena noticia: Parece que desde Cádiz van a relevar finalmente a Calleja. Pero este hombre es vengativo y cruel; ha salido con un destacamento para matarnos.
El tema me mantiene en alerta: Por la noche le sugiero a Jerónimo partir del lugar, y así lo hacemos. Nos acompañan apenas una docena de paisanos. Pero ya no tenemos dónde albergarnos, y terminamos en una especie de cueva o túnel donde corre una pequeña cascada.
Los hombres quedan en la entrada, mientras yo me hundo hacia el lugar. Se siente un extraño viento tibio. Acomodo mis ya escasas pertenencias. Jerónimo me abraza, su cuerpo está ardiendo. Siento su olor y escucho los latidos de su corazón. Suelta mi cabello y me besa.
-¿Estás asustada? -pregunta-
-No, contigo jamás.
Estoy relajada y me entrego. Lentamente desabotona mi blusa. Tengo marcas en mi cuerpo de las propias batallas que he librado. Quiero cubrime, pero Jerónimo besa una cicatriz que tengo cerca de mi pecho. Mis manos desanudan el cordel su camisa. Él también tiene sus marcas.
De repente siento un ruido, le digo que puede venir alguien y vernos; simplemente se ríe. Me recuerda que para los demás, nosotros somos esposos. Nuestras ropas van cayendo al suelo. Ya desnudos entramos en el agua; nos hacemos livianos. Siento mis pechos rozar su cuerpo y una pequeña cosquilla me recorre la espalda. Puedo sentir que somos uno.
Enfoco en sus ojos pardos, aquellos que me conquistaron. Me dice que se enamoró desde que me vio por primera vez. De pronto se pone serio: “¿Qué sientes por mí, Iniara?” es la pregunta. Para eso no tengo respuesta. O sí: “Que no puedo perderte, sino se moriría mi alma”. Me sorprendo de mí misma, es como si me hubiese despojado de toda vergüenza.
Toma mi mano, que se pierde en la suya, me mueve despacio y apoya su espalda en la piedra. Me acerca hacia él. Instintivamente enlazo mis piernas a su cintura, él me sostiene desde los muslos. Sus brazos son firmes y seguros.
"Iniara, soy sólo un hombre, lo que ves es lo que poseo. No tengo fortuna ni un apellido noble para darte. No estamos casados. Pero me has embrujado mujer, en tus manos tienes mi corazón y mi vida. ¿Aún estás segura de querer estar conmigo?"
"Nunca estuve más segura en mi vida." -respondí-
Mi espalda se arquea, siento nuestra respiración agitada. Mi cuerpo es un cuenco dilatado. Siento a Jerónimo dentro de mí. Mi vista se nubla. Sólo escucho el ruido del agua que cae y me dejo llevar.
El amanecer nos encuentra despiertos, envueltos de manera informe con las ropas húmedas. Nos cuesta levantarnos, estamos agotados.
De repente escucho pasos que me vuelven a la realidad. Aparece uno de los hombres de Jerónimo. Mira hacia el suelo, estoy prácticamente desnuda. Le dice que las tropas de Calleja están cerca. Nos vestimos al instante y escapamos. Unos kilómetros más adelante nos encontramos con Alfonso y Carlota. Ellos también huyen.
No llegamos lejos, Iturbide nos ha capturado ¡Maldita sea mi suerte! Por primera vez en la vida era feliz plenamente y mi muerte se acerca. ¿Por qué? Ya no quiero llorar... El futuro que yo imaginé con Jerónimo ya no será. Calleja ordena fusilarnos y se marcha. ¡Cobarde! ¿Por qué no toma él las armas y acaba con nosotros de una buena vez? Carlota llora sin parar. Alfonso trata de consolarla pero un soldado le da un fuerte golpe en el estómago y cae doblado en el suelo. Jerónimo trata de ayudarlo pero corre la misma suerte.
Iturbide se nos acerca: “Parece que hoy es su día de suerte Condesa”. Nos vendan los ojos y nos transportan a una celda. No sé cuántos días han pasado y no tengo noticias de la suerte que han corrido mis amigos y Jerónimo. Sólo me dan agua y un poco de charqui. Sé que mi padre todavía está con vida o por lo menos eso dicen los soldados. No me tratan mal, pero la seguridad es máxima.
Entran tres guardias al calabozo y me colocan una bolsa en la cabeza. Espero lo peor. Extrañamente soy cargada con otros a una especie de carro. Escucho voces... el alma me vuelve al cuerpo. Están Carlota, Alfonso y mi amado Jerónimo. Esta vez sí lloro, pero de alegría.
El Virrey Ruiz de Apodaca reemplazó a Calleja. A Dios gracias. Nos ofrece un indulto. Papá quiere negarse, pero Jerónimo y Alfonso le hacen entrar en razón y al final todos lo aceptamos. Somos liberados.
Jerónimo y yo hemos decidido vivir en la casa que adquirimos en la Ciudad. Le pedimos a un cura, amigo de Alfonso que nos case como Dios manda. La ceremonia es íntima. No puedo estar más feliz.
No hemos vuelto a participar en la lucha armada ni a oficiar de espías, la familia toda está bastante vapuleada. Sí ayudamos a la revolución económicamente, aunque nuestras propias arcas no son lo que otrora. Papá desmejoró en salud y todos -incluidos Carlota y Alfonso- nos trasladamos a Veracuz.
Allí hemos recibido noticias importantes, como la restitución de la Constitución o que Vicente Guerrero y Pedro Ascencio han golpeado fuertemente las tropas de Iturbide. Por nuestra parte, Jerónimo y yo seguimos mandando dinero y víveres para los independentistas. Carlota y Alfonso hacen lo suyo por su parte.
Pasados los meses ha aparecido el novedoso “Plan de Iguala”, de cuyos detalles nos enteramos porque dos de los diputados que partían hacia España estaban hospedados en nuestra hacienda. La situación es un tanto peligrosa, y así nos lo hicieron saber nuestros huéspedes que ha zarpado bastante preocupados. Yo ya tengo cinco meses de embarazo.
Varios fueron los que se acercaron a la hacienda para persuadir a Jerónimo y Alfonso a unirse a las filas del Ejército Trigarante. Con mucha tristeza estoy preparando su ropa para la partida. Unos paisanos nos avisan que el Virrey ha dimitido. Esto me pone más nerviosa todavía. Jerónimo y Alfonso parten. Meses sin noticias de ellos, pero sí del movimiento. Parece que está ganando adeptos.
Nace nuestro hijo. Un varón. Me asisten Matilda y Carlota en el parto. Sano, fuerte como su padre. Hermoso. Le llamé Miguel, como el Arcángel.
Al atardecer, cuando nos predisponíamos a rezar el rosario junto a la puesta de sol, creí ver su figura. Eran tantos mis deseos de volver a verlo, que pensé era un espejismo. Pero no, ahí estaba, maltrecho, harapiento, pero con el mismo fuego en sus ojos: Jerónimo.
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Estoy sentada cómodamente en la playa. Es un atardecer apacible en las costas de Veracruz. Matilda se ha descalzado y hunde sus pies en el agua.
Mis cinco hijos corretean alrededor de su abuelo. Carlota ríe sentada al lado de Alfonso.
Jerónimo viene caminando lentamente hacia nosotros. Apoyo mi mano sobre el mentón. Sonrío. Se sienta junto a mí. Su cabello está más largo ahora y pequeños hilos dorados de febo se mezclan con él.
Una extraña paz, como nunca antes había experimentado, me inunda el alma.
Mi pelo está suelto y el viento lo despeina a su antojo. El sol deja un conocido cielo rojo.
La independencia después de tanta muerte, sangre y lágrimas ha visto la luz. Nuevos problemas se ciernen sobre mi México, pero esa mis amigos, esa es otra historia.
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