Te conocí un día soleado —como todos los días desde que nacimos—, y la resolana era más tibia que de costumbre, las hojas más musicales. Me enamoré de tu silueta, de la cadencia de tus curvas. ¿Qué puedo decirte?, no te quitaba la mirada de encima. Me gustaba verte con tu brazo alzado, como queriendo agitar las estrellas. Solos, te miraba dibujada en el lienzo de la noche e imaginaba cómo sería tu mirada. El color se fue aclarando y la descubrí luego de trazos indecisos; el pincel fue dejando el óleo sobre tus ojos, ojos de miel, ojos de ocaso, ojos de alba, ojos de aurora. Desde ese día luminoso se me figuraba que todo lo demás se hubiese ajado; y supe que yo también lucía menos en el cuadro, y que soy el árbol del que tomas un higo, que nunca llegará a tu boca. Espero con alboroto el día en que el pintor entre con ese color carmín, ese rojo vivo y sensual que imagino mientras dibuja las líneas de tu boca, boca perfecta; tan cerca para verla eternamente buscar el higo, tan lejos por el eterno espacio de lienzo inquebrantable. Tal vez cuando el tiempo nos vuelva nada, y el aire se lleve esta tela, alguna rama mía podrá tocar tu mano o tu cabello; tal vez cuando los jirones de este día soleado anden en pos de las corrientes y se desgarren sobre alguna hoja seca, tu boca pueda probar el higo, o pueda yo saber qué hay en la dulzura de tu mirada. |