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En algún punto del siglo XXI, la opinión general era que los libros impresos estaban cercanos a desaparecer. Ya no era posible encontrar lápices, plumas o libretas; en su lugar había pantallas. El último lugar en donde vi un lápiz fue en una institución psiquiátrica conocida por sus métodos tradicionales, donde los pacientes escribían a mano como parte de la terapia. El precio del libro impreso llegó a ser exagerado, y se pensó que ese sería el golpe final, pero no lo fue. Un profesor de física, alemán —no recuerdo el nombre, y así lo quiere el miedo que tenemos a lo desconocido—, concibió una forma radical y al parecer muy barata de salvarlos: Libros vivos —así les llamó la gente—. No hubo tiempo de experimentar, la presión de los interesados fue demasiada y se tomaron las medidas para modificar todos los libros en existencia.

Eran libros bastante reales. La primera consecuencia fue que las librerías de usado quebraron. No era raro encontrar raudales de lágrimas ya secas en las páginas arrugadas de los libro de poesías, siempre en los poemas de amor; en las tragedias griegas se encontraban páginas enteras llenas de sangre, imposibles de leer; y los libros de ficción, en blanco, se borraban cuando el primer lector se daba cuenta de que toda la novela o el cuento había sido un sueño, y era inútil hojearlos de nuevo, como es inútil querer recordar un sueño. Recuerdo que no volví a leer a Stephen King —maestro del suspenso—, porque al hacer una pausa en uno de sus libros, me encontré temblando en un rincón desconocido, acorralado por miradas invisibles y sombras sin mirada, entre un mareo de lamentos horrorosos; no pude continuar la lectura y no me puse de pie hasta no ver la luz del día siguiente.

Los niños eran muy susceptibles a los efectos de los libros vivos. Algunos iban a dar a las salas de urgencias con hematomas intracraneales por caídas de su propia altura, cuando al leer se imaginaban que eran gigantes. Casos como el último demostraron que las alteraciones producidas por los libros vivos no eran sólo en la percepción, sino también en la realidad. Los estudiantes de filosofía perdían la palabra o desarrollaban insania. Los estudiantes de medicina se decían unos a otros: “No leas neurología antes de un examen”, pues sería muy penoso ver sin querer las páginas del capítulo de amnesia, o de afasia; o se decían: “No leas diarreas antes de una cita”. Se sabía, al ver a un compañero haciendo movimientos atetósicos por los pasillos, que había sido víctima de la novatada de Huntington; y así andaban los pobres todo el día hasta que algún maestro les sugería leer uno o dos temas de farmacología. Esta era una herramienta prometedora, la administración de un fármaco a través de la lectura. Se empezó a hacer investigación y la nueva vía de administración resultó ser superior al placebo —un folleto idéntico, pero escrito la mayoría de las veces por un político—. Se estandarizaron el tipo de letra, el color, la cantidad de palabras; pero la industria farmacéutica ahogó la iniciativa.

La lectura se hizo un motivo común de ingreso a las salas de urgencias, y los más preocupantes eran precisamente los estudiantes de medicina; los médicos de guardia interrogaban desesperados: “¿Qué libro era?, ¿era acaso de cirugía?”, y al ver entre las pertenencias el aciago nombre “Schwartz” o “Quiroz” los llevaban de inmediato al quirófano. Se planteó incluso la posibilidad, en varias universidades, de abrir la asignatura de clínica literaria, pues el conocer el último libro que el paciente leyó suponía una pista muy útil para el diagnóstico. La historia clínica tenía una parte nueva, junto a los antecedentes sociales y antes de los patológicos: los antecedentes literarios. Se planteó hasta una especialidad con su ramal de subespecialidades, de las que saldrían médicos enfocados en los libros de cada una de las ciencias y corrientes del arte y el pensamiento, capaces de llegar al capítulo e incluso a la página en su diagnóstico etiológico.

Algunas obras predecían con exactitud la condición patológica. Recuerdo que un compañero leyó “La metamorfosis” de Kafka; fue catastrófico, pero al final todo resultó bien. De hecho, el colega que lo vio en urgencias me dijo que era el quinto caso que veía en la semana. Con otros libros era imposible predecir el efecto de la lectura, “Las mil y una noches” es un ejemplo clásico. Algunos pacientes llegaban a urgencias con deshidratación grave e insuficiencia renal aguda, como si hubieran caminado varios días por el desierto; en otros aparecía de tajo la herida mortal de la cimitarra y un shock refractario a toda intervención; y otros casos eran tranquilizadores, como el de un paciente con inocua levitación, o el de otro que se materializó en la cama; pacientes como esos requerían sólo de observación por unas cuatro horas.

Yo tiré mis libros de medicina y compré una materia médica homeopática. Increíblemente, la lectura de estos libros no tenía consecuencias en el sano, sólo en los enfermos; y en estos, sólo la del medicamento que le fuera homeopático —semejante al sufrimiento—. Varios homeópatas recomendaban leer Sulphur a diestra y siniestra, para cualquier dolencia.

Pero tenía que llegar el fin de los libros vivos. Fue por los libros de Borges. Los hombres luchaban con poseídos puñales o se encerraban en bibliotecas infinitas, otros dejaban sus labores para escribir enciclopedias sin sentido, con descripciones bien detalladas de otros universos —una de estas enciclopedias llevó a que David Deutsch comprobara la “Interpretación de muchos mundos”—. Se hizo muy frecuente el problema de los individuos no registrados, sin acta, sin identidad, fuera de la ley; individuos nacidos involuntariamente del sueño de alguien. Estos hombres se daban cuenta de la irrealidad de su existencia la primera vez que metían la mano al fuego y el fuego no los tocaba. De entre ellos salieron buenos bomberos. Los pabellones psiquiátricos se llenaron de enfermedades idiopáticas, y medio mundo se hizo rico desenterrando los tesoros en sus patios o en las raíces de las higueras; la economía estaba sin control. Las ciudades cambiaron insidiosamente, se hicieron irreconocibles a fuerza de ser inmensos laberintos. Vale la pena mencionar el caso de Buenos Aires y París. La culpa es de Cortázar, decían algunos periódicos en el artículo que anunciaba la hipótesis del entrelazamiento cuántico de las dos ciudades. Era fácil viajar de un continente al otro al voltear en cualquier esquina. El mundo se hizo extraño, era ya otro mundo. Por ello se llegó al acuerdo de enterrar los libros, y los que huyeron del sepulcro alimentaron las hogueras.

Poco a poco el mundo regresa a su vieja identidad. Se ha dicho que tal vez en un lapso de dos siglos vuelvan a ser coherentes las leyes de la física, pero esto es una contradicción.

Texto agregado el 11-08-2014, y leído por 89 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-08-2014 Nuestros hijos y nietos están "vacunados"contra ese mal de la lectura.UN ABRAZO. GAFER
 
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