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UN "SÍ" PARA CLAUDIA


Cuando Diego, su compañero de trabajo, la invitó a tomar unos mates en la playa, Claudia Rivero aceptó dubitativa. Le costó muchísimo decir que sí, y es que había pasado por tantas citas desastrosas que, con sus veinticinco años, ya no quería saber nada de hombres.

Al salir del hotel Costarenas, el joven mozo la esperaba en la vereda, subido a su moto y con una mochila en su espalda. Diego tenía veinte años, un rostro blanco adornado por pecas alrededor de la nariz, su boca era fina, su pelo negro y lacio hasta la nuca, sus dientes eran simplemente perfectos. Era esbelto, de piernas robustas y firmes que tensaban la tela del pantalón jean. Claudia se subió a la parte trasera de la moto, colocó la mochila de Diego en su espalda y juntos se dirigieron a la costanera. Tras recorrer calles de ripio bordeadas por pilotines color pastel, se detuvieron en la playa sur. Un extenso arenal se desparramaba a sus anchas, el río estaba calmo y espejaba frondosas islas en la lejanía, el sol estaba a punto de ocultarse. No había silueta más hermosa que la de Diego colocando el mantelito a cuadros sobre la arena.

- ¿Preparo el mate?- preguntó él.

- Si, por favor.

Diego preparó el mate colocando un poco de azúcar en el fondo del recipiente para luego echar la yerba dentro, justo como ella solía prepararlo. Comenzaron a charlar y no hubo tema que no sea agradable. Él resultaba ser muy extrovertido y gracioso, utilizaba ademanes al expresarse y no quitaba la vista de los ojos (acción que generó un atisbo de confianza en Claudia.)

¿Por qué había aceptado la invitación? En verdad no lo sabía, quizás por pura intuición o para alimentar nuevamente sus astilladas esperanzas. Lamentablemente, entre la amena charla, Claudia no paraba de pensar en aquel joven que cinco años atrás no había sabido entenderla; sus últimas palabras antes de la separación eran un verdadero estigma y aún continuaban atormentándola: "¡Nunca vas a encontrar quien te ame, Claudia, nunca!" Eso había gritado desde la polvorienta cuadra, con los ojos húmedos y la voz ronca. Todavía sentía la frase como un peso muerto que colgaba de su cuello, como una insoportable sentencia venenosa.

- Me gusta mucho cuando te soltás el pelo- dijo Diego, interrumpiendo sus pensamientos con la más fresca naturalidad. Bastó aquella simple oración para que ese veintiuno de enero la inmerecida maldición se desvaneciera por completo.

- ¿En serio?- preguntó ella, sonrojada y un tanto incrédula.

La respuesta afirmativa ruborizó aún más sus mejillas y, al mismo tiempo, sembró los primeros pensamientos de admiración en su mente. ¿Quién era realmente este joven de largas pestañas y trémulas manos blancas? ¿Por qué no paraba de sonreír al menos un momento cuando ella le ofrecía su compañía? ¿Qué veía él de especial en ella? Todas estas reflexiones fluían a borbotones en su cabeza. La expectativa del amor que sobrepasa toda condición era enorme, pero el miedo al fracaso se volvía un obstáculo insistente. Claudia no entendía que a veces el amor actúa según los astros, de manera azarosa, y es bajo la fuerza de esta impredecible condición que se producen los verdaderos prodigios. Animada, se acercó un poco más a él, hasta que ambas caderas se tocaron. En la incipiente oscuridad sentía su propio temblor y no sabía si se trataba del frío, los nervios o de ambos.

- ¿Querés mi campera?- dijo Diego. Pero antes de que ella pudiera contestarle ya tenía el abrigo sobre sus hombros, calentando poco a poco la piel erizada y aplacando los escalofríos. Hablaron, pues, del sublime firmamento, de sus creencias, de las injusticias laborales y de sus familias, hasta que el silencio fue el único vestigio flotando en el aliento de la noche.

- ¿Podrías pararte, por favor?

- ¿Cómo?- respondió ella. Diego necesitaba sacudir el mantel con patrones de tartán, ya que sobre él había migas de galletitas saladas.

- ¡Oh, sí. Perdón!- exclamó Claudia, entre una risa pequeña y tierna que apenas dejaba escapar el brillo de sus brackets.

La noche pasaba rápidamente, porque incluso ella sabía que la conjunción de dos labios en la primera cita nunca resulta conveniente. El mate se había enfriado, una botella de gaseosa medio llena descansaba sobre envoltorios de alfajor y las sandalias desatadas dormían bajo una fina capa de arena. La ansiedad del beso nocturno comenzaba a endulzarles las bocas, trepándose en las comisuras y desfalleciendo en las barbillas, una y otra vez entre sutiles cosquilleos.

Aquella nívea espuma que serpenteaba junto al río se perdía en la distancia y parecía elevarse iluminada por guirnaldas centellantes; el tenue oleaje susurraba en la orilla y el viento danzaba con las hojas de los sauces. Ahora, el universo confluía en una sola línea, aquella perfecta y tentadora línea llamada mirada. Una fuerza invisible los atraía lentamente, cada vez más cerca. No había palabras, solo sus ecos mutados a lo lejos.

"No debo hacer esto"- pensaba Claudia, acercándose a Diego, más y más –"no debo hacerlo"- un poco más, a escasos centímetros de su rostro. -"Esto está mal"- tan cerca de su mentón.- "Quizás deba… "– tan cerca de su dulce aliento -"…no sé si deba…"- hasta que el anhelado momento se apoderó del mundo, del espacio, los tristes recuerdos, sus absurdos temores, sus desalentadoras palabras y pensamientos. El fulgor de dos almas iluminaba la playa, como si los ángeles decidieran visitarlos atraídos por tan sagrada unión. Que embelesadora resultaba ser la fragancia del primer beso, tanto que ahogaba esos cuerpos en alucinaciones utópicas y eternales; en preciosos paraísos oníricos tan magníficos como evanescentes.

Finalmente, Claudia descubría su primer amor. Apretó muy fuerte sus labios y sus brazos para no dejarlo ir. No existían otros labios, ni otros rostros, ni otras miradas. No existía el pasado ni los infructuosos intentos anteriores. No. Él, Diego, era su primer amor, todo lo demás era un vacío con forma de nada.

Y pensar que todo había nacido de un simple “Sí”. Años más tarde, Claudia proferiría un segundo “Sí”, colmada de dicha, esta vez ante Dios y el orbe entero, para luego esquivar una lluvia de arroz arrojada por miles de rostros felices despidiéndolos en los portales de la gran catedral.




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Texto agregado el 11-08-2014, y leído por 87 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-08-2014 Magnífica historia,con un delicioso "Colorín Colorado.UN ABRAZO. GAFER
 
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