Hoy la felicidad me vino a buscar en forma de sopa. El costillar graso, los fideos corbatita, la papa amarilla desecha en el caldo sustancioso, fielmente aromatizado con una pizca de orégano, ¡Carajo, una delicia!
Sentado en aquella vieja mesa, empecé a preguntarme hace cuánto que no observaba tantos detalles de las 2 de la tarde en mi casa, regresar a ella estaba causándome un tumulto de sentimientos, un collage vivencial, sin más ni más.
De niño tenía la costumbre de hacer recorridos y patrullas cuando me quedaba solo, es así que visitaba los salones grandes y cada habitación, tratando de guardar imágenes en mi mente, diseñando espacios liliputienses, alterando los recovecos, observándolos como construcciones minimalistas en las cuales mi perspectiva de Gulliver me permitía recorrer a mis anchas, un placer celoso que me permitía de vez en cuando.
Debía ser la nostalgia del pródigo, que hasta la reminiscencia de años atrás, me hicieron agacharme y encontrar solidificadas gomas de mascar en el posterior de la vieja mesa de madera tallada, sonreí un poco y continué disfrutando de mi almuerzo y mis vacaciones.
Esa cocina siempre guardó una particularidad, pues año tras año había visto desfilar decenas de manos preparando diversos potajes; sin embargo el sortilegio se encontraba en una reflexión más profunda; siempre el mismo sabor delicioso, el aroma sutil y una nebulosa que ante mis ojos amorosos pintaba de cierto color naranja la vieja alacena.
Recuerdo a Nélida (no quiero caer en lo ordinario de llamarla nana), una muchachita de la sierra de La Libertad de la cuál no solo guardo sus ojitos verdes vivarachos, sino también un sentimiento inexplicable, porque Nélida me enseño el cariño al desconocido, la enajenación del sentimiento al prójimo, un amor tierno y sincero que me besaba antes de dormir, que me bañaba con agua de manzanilla-“¡Para que tu pelito sea más clarito mi niño!”- que me narraba los cuentos de su pueblito y me preparaba sopita de sémola a las 7 de la noche de lunes a viernes.
Mi amor infante renacía a medida que cada cucharada era sorbida por mis labios; me dejé besar entonces nuevamente por la boca húmeda del recuerdo de Nélida y me pregunté que sería de ella.
¿Le habría preparado sémola a más niños a las 7 de la noche? o ¿A las 2 de la tarde?
Pensaba en los hijos que podría ella tener, en los cuentitos serranos que les podría contar, en el agua de manzanilla bañando sus cabecitas y chorreando por ojitos verdes vivarachos tal vez…de pronto, un regreso a la realidad; la cuchara raspaba contra la loza vacía del tazón.
La continuación de esa extraña nostalgia ameritaba un segundo plato de sopa; yo necesitaba calentar mi pecho, pero sobre todo urgía abrigar mi corazón. |