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VIVENCIAS DE JUVENTUD “¿Viene este año la alemana?”, preguntó Jesús a sus amigos, con cierta picardía, entre risas y recuerdos. David le contestó que ya había llegado, como todos los años.
Berta era alemana sólo de apariencia y de nacionalidad. Sus padres habían emigrado muchos años antes y ella ya había nacido allí. Su padre, jornalero en los cincuenta, no tuvo más remedio que buscarse la vida fuera de su país y de su pueblo. Primero marchó él. Almacenes donde vivían hacinados más de veinte compatriotas, las patatas cocinadas para todos de todas las maneras imaginables, el aceite y el vino, los embutidos, llevados como un tesoro en maletas de cartón atadas con guita de esparto, la soledad entre los compañeros, el muro del idioma que te pone en la cara una máscara de imbécil sin serlo, la añoranza del sexo de la mujer, sucio pero tuyo, no como el de aquellas putas grandes con las que se aliviaban, apenas sin olor de tanto lavárselo, los hijos pequeños a los que no podían tocar, sólo verlos en fotografía, y que cuando regresaban ya no parecían los suyos, los padres viejos que no acababan nunca de morirse, la familia, la borrachera con los amigos al llegar y que podía durar dos o tres días, la feria , la despedida, llorosa la mujer y ajenos los críos, y por fin la vuelta al frío. A los pocos años se llevó a su mujer, cuando ya él, trabajador donde los hubiera, consiguió cierta estabilidad y los ansiados papeles. Ya volvían en coche, compraron una pequeña finca que fue de sus padres y la niña que había nacido allí hablaba alemán a la perfección, no tan bien el español, y cursaba sus estudios de “marketing” (qué carreras tan raras había en Alemania).
Se despidieron excitados entre carcajadas, oliendo la fiesta, el alcohol, el sudor de las muchachas que bailaban, el tabaco y el jazmín de la terraza al aire libre donde habían quedado.



Jesús se había duchado y afeitado y trataba de peinarse el pelo ya largo con raya en medio, como el protagonista de Jesucristo Superstar. Se abofeteó la cara con after shave, queriendo introducir el olor por los poros de su piel, y se miró finalmente en el espejo. Se gustó. Sus ojos no eran grandes, pero sí rajados y de color miel como los de su madre, los pómulos y el mentón marcados, la nariz grande, algo chata-, pero proporcionada, los labios gruesos y carnosos conformaban una boca grande que alojaba unos dientes blancos y perfectos, todavía no manchados por el tabaco. Al ir a sentarse en la cama, se detuvo delante del espejo del armario-, y pudo ver un cuerpo joven, atlético aunque sin exceso de musculatura, de estatura mediana tirando a alta. Se enfundó los vaqueros, muy ajustados, se puso la camiseta con dibujos geométricos en blanco y negro y se calzó unos mocasines terminados en punta. Volvió a mirarse en el espejo y quedó encantado con su aspecto.
Bajó la escalera a saltos y se despidió de sus padres que estaban en el jardín.
--No me esperes despierta mamá
Descendió por la calle empedrada saludando a los conocidos con los que se cruzaba, bordeó la plaza de la iglesia, iluminada ya, y se perdió en la oscuridad de la carretera por donde subían parejas de novios enlazadas por la cintura, matrimonios jóvenes que todavía empujaban el cochecito de los niños-, y viejos que se paraban de trecho en trecho, buscando el aire que les faltaba en aquella calurosa noche de Julio.
Ya se oía la música sincopada de los Rolling (Satisfacción,...) y, a medida que se acercaba a la terraza, sin darse cuenta aceleraba el paso. Llegó a la entrada, sacó el tiket, respiró profundamente, y traspasó el arco del muro que delimitaba el local.
Parecía un torero que iniciaba el paseíllo y entraba en el ruedo bajo la atenta mirada del público. Las cabezas, femeninas y jóvenes, se volvían entre risitas y cuchicheos, mientras él se abría paso hasta la barra donde había visto a sus amigos. Saludos a voces y entre aspavientos, el primer cubalibre de la noche y comentarios sobre las chicas que bailaban. Movían las caderas haciendo saltar los pechos como si quisieran liberarlos del sujetador, aparentando estar ajenas a las miradas de jóvenes y viejos, como si todo aquel despliegue físico no tuviese un destinatario final. A veces parecía que se ensimismaban, mirando hacia un espejo imaginario que les devolvía su imagen en escorzos y planos sucesivos de cámara lenta. Pero una furtiva mirada hacia la barra donde se apoyaban los hombres que bebían sin parar, hacia la mesa donde un grupo de chicos hablaban de fútbol, descubría la verdadera y eterna finalidad de aquel esfuerzo.
Berta bailaba desenfrenadamente junto a sus amigas. Llevaba unos minishort ceñidos, unas botas por encima de las rodillas a pesar del sofocante calor y una camiseta ajustada, ya empapada por el sudor en algunas zonas. El pelo, rubio teñido, casaba bien con sus ojos verdes, aunque el color matizadamente oscuro de su piel, delataba su origen mediterráneo. Allí donde los hombros se hacen brazos, se perfilaban unas redondeces prietas, los pechos abundantes aunque no excesivos, los muslos torneados, hendidos por la presión del pantalón que casi se ocultaba entre la carne a la altura del triángulo vital-, y que un poco más abajo, liberados de la tela, recobraban su volumen llegando a rozarse, las caderas anchas para una chica de su edad, las nalgas respingonas, la espalda recta y las pantorrillas firmes. Una ola de calor o de frío, no estaba segura, la invadió de la cabeza a los pies cuando vio a Jesús dirigirse hacia la pista con un vaso en la mano. Jesús besó a las chicas que bailaban y finalmente a Berta que, sonriente, le correspondió. De repente, la iluminación se difuminó dejando la pista casi a oscuras, y la canción “Noches de Blanco Satén” inundó el aire haciéndolo todavía más irrespirable. La tomó con decisión por la cintura y bailaron notándose sus sexos hasta que la música cesó, aunque ellos todavía la oían y permanecían abrazados-, y unos segundos después se separaron sintiendo en sus miembros un hormigueo como de despertar.
Cuando llegó a su casa, sólo la luz tenue de la entrada estaba encendida. Alumbrándose con el encendedor llegó a su habitación, se desnudó y, aunque le dolía la cabeza, no pudo dejar de pensar en Berta. El ruido leve y acompasado de su cama no lo oyó nadie.
Todos dormían.










Texto agregado el 09-08-2014, y leído por 143 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
09-08-2014 Excelente narrativa amigo, lleva con firmeza, pero sin forzar por donde quieres. Me gusto mucho. Cinco aullidos sincopados PD: ¿Te gusta "Dead flowers" de los rolling?... ¡es un rolón! yar
09-08-2014 Qué bueno que está! Realmente buena tu narrativa. Te felicito.***** MujerDiosa
09-08-2014 Excelente forma de narrar.Además, muy entretenida y amena.UN ABRAZO. GAFER
 
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