Iniara Iniesta (IV)
Todavía me duele entre las piernas, pero Matilda -aunque no sepa leer ni escribir-, me ha dado un consejo muy útil: “Si quieres ser la señora de la casa mi niña, debes saber cómo ella se mueve”. Por eso con mucho esfuerzo me he levantado y he comenzado por recorrer la cocina y el pequeño huerto. Es una economía precaria, pero todo lo que se coloca en la mesa proviene de las tierras de Don Humberto. Carlota me mira con ojos felinos. Me interesa muy poco, como yo a ella, igual, tengo que controlar dónde anda. Parece que era la señora de la casa antes que yo viniera.
Había dado instrucciones a los cocineros para preparar un pesado guiso con cochinillo y garbanzo. No me gustan esas cosas, así que cambié el menú por algo un poco más ligero. Eso la enfureció y esperé a que viniera a regañarme, pero Carlota parece mantenerse a línea conmigo.
Pero eso no ha sido lo más interesante del día: Casi desmayo cuando ví la biblioteca: Increíble. Todo lo que me pueda imaginar está dentro de ella. Los libros se extienden en mesadas y mesadas, en cuartitos, en tablones asegurados a la pared, en el piso, apilados, es inmensa. Nunca he contemplado una biblioteca tan grande, ni siquiera en las Abadías. Es increíble la belleza de los textos. He pasado toda la tarde dentro desde que la descubrí. Sólo percibí que oscurecía porque me ha costado un poco leer y empecé a sentir frío, de ese que te cala los huesos. He dormido en paz...
Me he levantado antes que despunte el sol. A Don Humberto no lo veo desde la noche de bodas y según las murmuraciones de los cocineros se ha ido por varios días. Para mí es realmente un alivio.
Me dispongo a ordenar el pan del día. El consumo es importante. Varios hornos se preparan, y es que cada persona consume aproximadamente medio kilo. La manteca es de grasa de cerdo. También he ordenado que se hagan mermeladas. Cuando entra Carlota a la cocina todo está dispuesto. Creo que se sorprende gratamente. Ordeno también un cambio de mobiliario y de cortinas. Este lugar necesita vida.
Han pasado quince días y de Don Humberto ni señas. Por mi parte ya llevo leído trece libros, casi uno por día. He encontrado hasta el de Adam Smith que me compré antes de partir a España. Me interrumpe Carlota diciéndome que volverá a su terruño en dos días. Le digo que lamento escucharlo y es la pura verdad. Y es que a pesar de su gesto adusto y mal genio ya me venía acostumbrando a su presencia. Le propongo que recemos juntas el rosario de las seis, para que tenga un buen viaje y acepta, creo, también con gusto.
Me sentí un poco culpable de escribir tan poco a papá y a Matilda, los libros me absorben por completo. Sólo les cuento hechos felices, y lo que no puedo contar, lo invento. No tiene sentido preocuparlos, están al otro lado del mundo ¿qué pueden hacer ellos con mi tristeza?
Carlota parte con todos sus baúles. Los cocineros prepararon algunas viandas para su viaje y yo le tejo una pequeña manta para sus piernas en cordón de cadena. Veo lentamente como su carruaje parte. Me saluda agitando el pañuelo: No era una amistad, pero se asimilaba mucho a ella.
Los días trancurren sin mayores sobresaltos. No sé cuántos libros he leído ya. Me llamó la atención uno de ellos escrito por un chino sobre un arte de defensa. He practicado en solitario dentro de la biblioteca, riéndome sola de las poses que tomo. Me hace bien, me siento feliz y tranquila cada vez que practico esos movimientos. Estoy en plena concentración cuando me llaman. Alguien viene. Más bien vienen unos cuantos. De repente la muerte de mi doncella se actualiza en mi mente: Es guardia real, realmente armada. El carruaje que protejen es fastuoso.
Como si fuera poco traducir al Príncipe Regente de Inglaterra, se aparece su Alteza Serenísima Don Manuel Godoy y Álvarez de Faria, favorito del Rey Carlos. Gracias al Dios bendito y al cielo, el palacio está preparado para tan ilustre recepción. Pero creo que cualquier lugar de mala muerte le hubiese venido bien, y es que los bonapartistas le pisan los talones. Me pide pasar la noche en el lugar y no puedo más que aceptar; es decir, no me pide, simplemente pone en mi conocimiento que tanto él como todo su séquito precisarán las instalaciones del palacio. ¿Qué más puedo hacer?
De todos modos no la he pasado mal con este hombre. Es una persona muy inteligente e interesante, además de un eximio espadachín. Y es que descubrió que estaba leyendo sobre las artes orientales de defensa que había dejado descuidadamente sobre la mesa y me dice que nada supera la defensa de una buena espada. Pide dos floretes y me enseña algunos movimientos. Es muy divertido estar con él. Practicamos hasta el anochecer, su esposa (bueno, la acompañante) festeja divertida. Ordeno servir los mejores vinos y la tertulia es un éxito. Godoy se queda una noche más, evita hablar de la delicada situación de sus Altezas Carlos y Luisa. Respeto su decisión y mi conversación se dispersa hacia las artes. Si supiera de los amigos revolucionarios de papá... Cuando parten siento un raro alivio. Espero Don Humberto lo apruebe.
Apenas pasaron unas horas de la partida de Godoy cuando un destacamento de bonapartistas llega al palacio. Por supuesto que el trato es infame. Quisiera poder decirles que, aunque somos nobles, con papá discutimos las ideas de Rousseau y Montesquieu y que me fascina Diderot. Pero de nada de eso puedo hablar, debo conservar mi posición de noble. Esto los exaspera. Respondo en español, pero entiendo perfectamente lo que me están diciendo en francés. ¿Hacia dónde se dirige Godoy? ¡Sabemos que descansó en el palacio! ¡Deje de encubrir a traidores! De repente recibo un fuerte golpe en la cara. Caigo al piso. Siento las pisadas de las doncellas que se acercan para socorrerme, pero también corren la misma suerte. Recibo más golpes y patadas en el piso. Quedo inconsciente. |