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Iniara Iniesta (II)

El barco iba a tardar cuatro horas en zarpar, así que decidí dar una vuelta por la Ciudad. El calor era agobiante, pero tanta gente, tanto mundo, me generaba ansiedad. Si en América estaba eufórica, no me imaginaba lo que sería en Madrid.
Matilda y mi padre, ya habían partido, y yo, no quería llorar. Los dos estaban exhaustos, esperaron lo que pudieron, pero yo sabía que el regreso era fatal, así que los convencí para que volvieran lo antes posible a la hacienda.
Compré algunas baratijas para el viaje y un libro en inglés de un tal Adam Smith sobre la naturaleza y riqueza de las naciones, y es que sabiendo que el trayecto iba a ser largo, en lugar de leer algo romántico sobre Lope de Vega, mejor ocupar la mente en algo productivo.
A mí me gusta mucho Denis Diderot, en especial un libro sobre pinturas, pero con el clima que reinaba en España con la Revolución Francesa y siendo yo una noble, más vale no exacerbar ánimos. Estaba muy enamorada del tal Denis, pero ni siquiera sabía cómo era… pensaba que era un jovencito hasta que me enteré que ya estaba muerto y cargaba muchos años encima. Me da risa ahora.
Tengo la mano entumecida de tanto abanicarme. Llego a la hora estipulada por el Capitán para zarpar. En el puerto me encuentro con varios personajes extraños, así que apresuro el paso. Escucho muchos idiomas. Quizás distinga inglés y francés, pero hay otros que se me escapan.
Mis maletas y baúles ya fueron despachados. Sólo falta mi persona y por supuesto una doncella contratada por mi padre. Es demasiado joven y parlanchina, pero entiendo que me hará más placentero el viaje, en especial en alta mar. Y es que un mes en el agua es una eternidad. O eso pensé. Cuando quise acordar ya estábamos divisando el Estrecho de Gibraltar.
No huelo bien, así que aprovecho el perfume obsequiado por Monsieur Chateaubriand para despejar un poco el mal olor que me ha dejado la travesía. Si Don Humberto me espera en el puerto no quiero que lo primero que sienta sea mi falta de baño.
Para mi decepción, Don Humberto ha mandado a sus empleados a buscarme. Me apresto rápidamente en el carruaje, me anuncian que llegaremos en diez horas. El ambiente para los nosotros los nobles no es propicio. Hay mucho descontento. La gente me insulta sin miramientos. No estoy acostumbrada a estos tratos. Mi doncella tampoco, su figura quiere esconderse detrás de la mía. Estoy a punto de llorar, pero la veo a ella lagrimeando y me guardo para mí el desasosiego. Le doy una suave reprimenda para que seque sus lágrimas, pero las mías están a punto de salir. El cochero también está indignado, por eso partimos raudamente del lugar.
Llegando la noche comienzo a sentir frío. ¡Qué distinto es a mi hogar! No quiero recordar a Matilda y mi padre. Pido una frazada y un chocolate caliente. Me acercan una manta y una bebida espantosa. Estoy un poco mareada. Me duermo.
De repente, un fuerte sonido me despierta. Nos lleva el diablo. Quieren robarnos. El cochero, presto, ha tomado impulso. Los caballos bufan. La guardia real no se hace esperar y espanta a los ladrones. Mi doncella ha sido herida. Estoy asustada. Pido agua caliente y trapos limpios. No hay caso. Ella muere en mis brazos. Lloro sin poder controlarme. Nunca había visto un muerto. Pobre niña, tan lejos de su familia viene a morir, rodeada de extraños. Ella, que pensaba mejorar su situación. Rezo un rosario completo por el descanso eterno de su alma. Se me olvidan los misterios. ¿Qué toca hoy? ¿Los gozosos o los dolorosos? Creo que los primeros. No importa. Pienso que ya debe estar con nuestro Señor en el Paraíso. Padre bendito, no me dejes.
La guardia real nos aconseja quedarnos esa noche en una especie de fortín. Acepto. Estoy demasiado cansada para seguir. Me dan un cuartucho de mala muerte. Creo que no me importa. Me dejo caer pero viene a mi mente el cuerpo sin vida de mi doncella. Lloro calladamente.
Hacía pocas horas –o por lo menos eso me parecía- que me encontraba durmiendo cuando alguien entró a mi dormitorio. Era una mujer poco menos que decente, diciéndome casi en un susurro que precisaban mi presencia en el salón de armas; también me preguntó si sabía el idioma de los bretones, y le contesté que sí. Eso la tranquilizó bastante.
Salí un poco dormida y de repente me encuentro con una gran comitiva, todos hablando inglés.
El capitán de la guardia me anuncia que por lo pronto tendré que oficiar de traductora, puesto que tienen un personaje muy importante y necesitan directivas para proceder. No me imagino quién puede ser y hasta pienso que puede tratarse de un impostor. Pero no, en efecto, las piernas se me adormecen. Es el mismísimo Príncipe Regente. No es tan lindo como en las litografías.
Se me olvidan por un momento las caravanas que tengo que hacer cuando me encuentro con alguien de tan noble alcurnia. Me sobrepongo. Este hombre habla muy rápido. Parece ser que quiere escolta. Está loco. Eso palabras más, palabras menos me dice el Capitán. El Príncipe reclama. No hay nada que hacer. Prácticamente me dejan sola con una mínima guardia de siete soldados. Eran seis, pero ese es el número del diablo, le dije, así que me agregó uno más. Todo a cambio de que no abriera la boca sobre quién pisaba las españolísimas tierras.
Ningún problema. El Príncipe me agradece. Dice que me debe un favor, y que pondrá todo lo que necesite a mis servicios. Ojala pudiera devolverle la vida a mi doncella, pero eso sólo le pertenece a Dios. Me inclino, le deseo buen viaje. Está loco, como su padre.

Texto agregado el 08-08-2014, y leído por 105 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-08-2014 Ambos misterios, los gozosos y dolorosos cabrían para la doble situación narrada. Eti, hay frescura y naturalidad en tu narrativa, mucha. Me encanta que narres en primera persona y que sea una noble la narradora. Es algo como un cuento de Hada, pero con mucho de realidad e historia. Definitivamente, el personaje es bien dibujado por tus hermosas letras. Sigo. SOFIAMA
 
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