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CAPÍTULO VIII DEL CUENTO ENTRE LA PIEDRA Y EL ARCOIRIS


VIII-EL PRINCIPIO

Detrás de Darío llegó Jorge que de plano se tumbó boca arriba en el suelo transformando su mochila en almohada y, ya cómodo, extendió el brazo derecho para saludar al amigo quien de inmediato tomo su mano y en movimientos rápidos siguió los pasos del saludo secreto inventado por ellos.

_¿Y José?_ Preguntó Jorge, mientras movía ágil dedos y muñeca al ritmo de los movimientos del oponente, en lo que parecía más una lucha de nudillos que un saludo.

_Salió al mercado, pero ya no debe tardar.

Respondió Darío dando por finalizado el rito con un chasquido de dedos.
No pasó mucho y el silbido inequívoco se escuchó cercano. Allí estaba la mochila bruscamente agitada asomando primero al dar vuelta a la esquina y tras ella la cara sonriente “del Chepo” saludando emocionado a los dos chiquillos que le aguardan.

_¡Miren, traje el desayuno! Gritó con alborozo.

No era la única comida que llevaban pero si la más sabrosa, y con cada estómago imaginando la delicia del manjar las bocas no pudieron esperar comenzando enjundiosas a hundir el diente.
Cuándo el último trozo de pan vio su fin, los pequeños cuerpos quedaron desparramados en el regazo de aquel majestuoso tronco que extendía sus raíces cual cariñosos brazos.
Dormitaron al arrullo de las ramas que transformadas por la brisa en cuerdas bocales, entonaban suaves melodías hechas susurro.
Minutos más tarde, ya con la barriga llena, cada quien empezó a contar sus anécdotas atropellándose unos a otros con las palabras, como si las ideas saltaran buscando oídos fértiles donde la imaginación pudiera echar raíces; como si el pan hubiera estado relleno de letras, puntos, comas y toda clase de signos, en lugar del rico lechón tostado y la cebolla morada.
Cuentos tantas veces dichos, aprehendidos al dedillo y sin embargo siguen siendo escuchados con avidez, como versiones renovadas de sus películas preferidas. Al fin que historias contadas mil veces y otras tantas reinventadas nunca serán aburridas.

A su edad, la que nosotros dejamos atrás hace tiempo, los pequeños momentos se vuelven historias, anécdotas que atrapan pedazos de la vida, que más adelante transformará en sueños y los sueños en juegos, en risas…, en miedos y muchas veces también en llantos. Y ya en la vejez, con suerte saltarán de los rincones abandonados de la memoria y llenarán los huecos cavados por el tiempo. Entonces, aparecerá la melancolía, la que tendrá el justo tamaño de los recuerdos y la vida seguirá queriendo cada vez con más frecuencia hacer del pasado su presente para que el futuro sólo se intuya pero nunca llegue.
Esto es quizás lo que pensarían los románticos, esos de los que la juventud se va despidiendo, pero ellos no, nada más lejos de sus cabecitas alocadas que la tristeza y la nostalgia. La vida en el futuro podrá tener esa cara, ni ellos ni nadie lo puede saber, pero el presente para estos tres, tiene rostro cálido, alegre, lleno de acertijos que descifrar, de historias por inventar,… en fin…, el presente tiene cara rechoncha con sonrisa de luna menguante y olor a tierra mojada en septiembre.

El carácter diferente de cada uno lejos de provocar conflicto los une. Si pensáramos en ellos como parte del espectro cromático, Darío sería un color cercano a los azules, Jorge parte de los rojos y a José sin duda le sentaría bien el amarillo, y entonces nos sumergiríamos en la geometría plástica de Mondrian, no en su rigidez, sino por su profundo convencimiento de que esos colores son los colores del universo; con ellos se enriquecería la paleta de cualquier padre que convertido en pintor estaría deseoso de plasmar sobre un lienzo la imagen de aquellos pequeños ya como los futuros hombres.
Se dieron tiempo para ver el mapa dibujado por Darío y sin faltar a la costumbre, después de enfrascarse en una disputa inevitable por establecer cuál era la mejor ruta, terminaron aceptando la propuesta de Jorge, que para no variar, implicaba tomar el camino más difícil. Tendrían que ir por los cerros que por el costado norte eran la cabecera de la ciudad. Un recorrido lleno de chaparros lomeríos, pero siendo un camino rara vez transitado, padecía el abandono más absoluto y presentaba un semblante poco atractivo para cualquiera, mas no para ellos, flamantes aprendices de aventureros.
El argumento definitivo con el que Jorge logró convencer a los dos renuentes, fue cuando habló del arroyo que se cruzaba poco más allá de la mitad del camino. Un riachuelo que en el pasado surtía de agua limpia a la ciudad y hoy la llenaba de hedores cuando fuertes vientos del norte los arrastraban hasta ella. Era como estar al lado de un basurero donde toda clase de desperdicios terminan pudriéndose al sol.
La cañería de una vieja fábrica instalada más adelante todavía supuraba como una herida infectada aún mucho tiempo después de haber quedado en desuso. Esa horrible supuración era el resultado final de la mezcla de quien sabe que productos químicos con los que se produjo otro, igual de inútil, pero al que los especialistas en mercadotecnia, y la publicidad, confirieron características casi mágicas para solventar una necesidad (que bien podría uno dudar de que lo fuera) en lo cotidiano de nuestra vida.
En fin, la contaminación terminó por volver el arroyo un hilo maloliente de líquido espeso y oscuro, exactamente como la conciencia de los dueños de la empresa, aunque seguro les habrá dado igual, pues mientras llenaron sus bolsillos de dinero y vaciaron inmundicia en un lugar otrora saludable, devastaron los recursos naturales para después partir, sin el menor remordimiento, a ensuciar las tierras de otros ¡Tanto parecido tienen todos los que creen ser dueños del aire y la vida de los demás!
Pero regresando al punto, lo interesante de esa vía no era medir quien aguantaba más el olor hediondo del arroyuelo, sino el hecho de tener que cruzar el puentecillo viejo que lo libra.

Ninguno dice creer en historias de fantasmas y espantos, y por lo tanto se sienten inmunes a ese tipo de miedos, nosotros podemos estar seguros que esta es una verdad intentando disfrazar otra, porque cualquiera siente el frió estremecimiento recorriendo la espalda al escuchar una buena historia de terror, sólo que es mal consejo mostrar esas pequeñas debilidades y mejor es tenerlas guardadas para cuando la soledad es la única compañía.
Todo niño, y desde luego no faltarán ciertos adultos, llevan parte de su vida entregada a una mezcla rara de miedos indescriptibles y ganas de querer traerlos consigo para sentirlos de vez en cuando. Es ese sabor agridulce al que los niños son tan afectos, eso que los lleva, con morbo seguramente, pero lejos de tener la conciencia suficiente para saberlo, a pretender atisbar la muerte de cerca, no demasiado, claro… Tratar de ver la muerte salir de un cuerpo ¿o verla entrar? Conocer un cadáver, saber cómo llegó a convertirse en tal, con su líquido rojo apresurado por salir de ese cuerpo exánime antes de volverse costra. Tal vez con faltante de miembros y vísceras en su inventario, tal vez con los ojos orbitando fuera de su sistema. Querer ser testigos en primera fila del desgraciado suceso, aunque, llegada la hora de despedir el día, se sufra al asumir que la noche es más negra que otras noches y se tenga que terminar en vela por la expresión muerta del cadáver. Expresión que a veces parece estar más viva en la memoria que lo muerto del cadáver mismo.
Aquello viene a cuento por las versiones de relatos difundidos por la gente del rumbo, añejos recuerdos de historias quizás más viejas arrastradas en el tiempo, trasmitidas como ciertas por bocas de los que dijeron ser testigos y siguieron siendo repetidas por otras que las hicieron suyas, quien sabe con qué cantidad de variantes.
Total, se dice de cosas maléficas que habrían sucedido allí tiempo atrás y que dejaron sus marcas dolorosas como huellas irremisibles. Dicen que hubo gente inocente sacrificada por sus creencias, con seguridad víctimas de una época intransigente (la que difícilmente terminará por irse del todo). Se habla de venganzas por problemas de tierra, o ajuste de cuentas por deudas no pagadas pero que siempre terminaron siendo cobradas con sangre.
Y si faltara algún ingrediente a estas historias truculentas, se las hizo aún más escabrosas al relacionárseles con supuestos ritos de cultos oscuros. Así pues, estas y otras tantas ocurrencias raras no eran sólo parte del folclor, muchos lugareños juraban haber visto o sentido cosas que a ellos les paraban los pelos por el miedo al referirlas y a otros ponía la piel de gallina al escucharlas: Que si llantos, que susurros, que si gritos lastimeros. Hay quien dice que fue tomado por los hombros y levantado en vilo, y algún otro en desvarío contó del espectro que a rastras y tirones lo llevó debajo del puente a rezar en favor de su ánima perdida.
Cosas como esa, nada siquiera cercano a cuentos de infantes llenaban la plática en el arranque de la travesía. De pronto, el Chepo recordó que no muy lejos de ellos, un árbol de mango tendía sus ramas cargadas de fruta hacia la vereda, si bien la temporada recién había pasado, era un árbol de floración tardía y eso brindaba posibilidades para disfrutar un poco más del delicioso fruto.

_¡Qué bien! ¡Qué rico!

Gustosos saltaron los tres, mientras Darío y Jorge felicitaban a José por su memoria siempre fresca, más cuando se trataba de comida. Y si a alguien le faltaba razón para estar feliz, ahí había una buena… ¡el postre!
Entre juegos de palabras, cantos, chistes y muchas risas, los tres arrancaron a correr levantando una nube de flores anaranjadas que los flamboyanes habían tendido en el camino como alfombra inmaculada a la entrada de un palacio, y pateando de vez en vez un envase vacío de refresco a manera de balón, avanzaron dando pases laterales mientras quebraban las cinturas para esquivar las arremetidas de los contrarios: jugadores invisibles de un equipo inevitablemente perdedor.

Rebasado el punto medio del recorrido, el sol obligaba a detenerse y beber sorbos más prolongados de agua con mayor frecuencia. Las pausas dejaron espacio para que cada quien hiciera lo que más le gustaba. En el fondo existían razones más íntimas para haber realizado la excursión.
José por ejemplo, permanecía largo rato con la mirada fija en el follaje con el sigilo del felino que paciente espera su presa. Las orejas atentas cual radares obligando a girar al resto de la cabeza cuando surgía desde los árboles un sonido desconocido. Deseaba capturar cada silueta, cada canto que le permitiesen sus sentidos.

_¡Miren un Tó!

Gritaba al descubrir al pájaro turquesa volando entre los árboles con su cola finamente afilada rematada en un mechón de plumas. Tan delgada es la cola, que parece no tener continuidad su cuerpo con el plumaje que vuela tras él.
Ese era el mejor momento para lucirse con el repertorio de silbidos que su boca reproducía al transformarse en un versátil instrumento de viento. Torcía los labios, los estiraba, sacaba la lengua, la giraba, la hacía “taquito” o la comprimía contra los dientes. Las manos intervenían ocasionalmente haciendo de apéndice del peculiar instrumento para provocar nuevos sonidos. Graciosa la cara en contorsión de la boca para alcanzar tono y ritmo requeridos. Darío y Jorge entretenidos con el espectáculo soltaban ruidosas carcajadas que parecían no importarle demasiado a José, pero lo cierto es que no evitaba imaginarlos como dos escandalosas chachalacas.

Para Darío, cada piedra, cada tronco dejaba de tener intimidad, era imprescindible hurgar todo en busca de bichos para el insectario, proyecto que traía en mente hacía tiempo pero hubo imprevistos que lo obligaron a posponerlo, ahora estaba en marcha y sus amigos con gusto le ayudarían a construirlo. Sentía, además, particular interés en hongos, líquenes y musgos, con su vida oculta a los ojos comunes pero desenmascarados al escudriñarla con la visión potenciada por las lentes del microscopio.
La mochila era ya hogar de arañas, escarabajos y alacranes, pero los inquilinos iban en aumento constante y todavía faltaba llenar la mitad de los recipientes que había dispuesto para ese fin el día anterior. Cargaba una red de captura para mariposas elaborada por él y tres lupas de tamaños distintos, una brújula, linterna, impermeable, botiquín de primeros auxilios y otras muchas y variadas cosillas más. Quien se atreviera a mirar dentro no alcanzaría a entender la capacidad de organización que tenía Darío, además de la paciencia para guardar todo eso… en completo orden.
Junto a todo aquello, Darío llevaba una especie de libro, un tanto más grande que los de la escuela, de una pasta dura colocada sin mucho cuidado y con las hojas hechas de papel periódico, ceñido por dos gruesas ligas que apretaban el conjunto para impedir que se abriera; daba la impresión de ser un libro viejo, pero su aspecto era lo que menos importaba. Ese libro servía como organizador de una colección de hojas y flores de interesante variedad y permitía mantenerlas rígidas y sin maltratar mientras se secaban. De lo hinchado, el libro abultaba en la mochila pero anunciaba lejos de toda duda que la recolecta iba bien. Era tan especial que se sabía compañía obligada en el diario camino a la escuela.

Jorge pasaba la mitad del tiempo trepado en los árboles, la otra mitad descubriendo formas y texturas en cada cosa con que se topaba. Piedras con forma de nariz: larga, ancha, chata o afilada, de “puerquito”, de águila, de diablo, de bruja, casos estos últimos similares pero diferentes. Imaginaba en otras, puntas de flecha o instrumentos primitivos de un tiempo que fue de piedra.

_¡Fantástico!

Gritó al reconocer en una de ellas parte de lo que pensó era una estela maya, claro, era la imaginación actuando como la herramienta más activa de la aventura, pero pretexto o no, razones le sobraban para subirlas a bordo. El cargamento de objetos que Jorge había levantado, alimentaría por un buen tiempo algunas de sus colecciones, pero faltaba más, y de seguir así, su querida compañera seguramente pediría pronto reemplazo.
A propósito, había salido con la mochila casi vacía pues el espacio estaba destinado a los “tesoros” que hallase en el camino. Aprendió bien de su padre, sabía que no era conveniente ir cargando demasiado. Viajaba ligero, sólo con lo indispensable: cantimplora con agua, un trozo de carne seca, una barra de chocolate para él y dos más para compartir; impermeable, reloj con brújula y su hermosa navaja de acampar, regalo ésta no de su padre, como cabía esperar, sino de Ana en el último de sus cumpleaños. ¡Oh sí! Ana, la mismísima niña que le quitaba el sueño y hacía de su corazón un cascabel.
En verdad era ágil, su delgadez se lo permitía. Boca abierta Chepo y Darío miraban angustiados como montaba rama a rama hasta llegar a la copa del árbol que elegía. Su forma de columpiarse semejaba la de un mono araña pero sin cola, única diferencia, pensaría Darío. Tres o cuatro veces, en la distancia que llevaban recorrida, se abalanzó hacia algún árbol mientras azuzaba a sus compañeros a imitarlo. Y seguiría haciéndolo en tanto hubiera árboles dispuestos a aceptarlo entre su follaje…, más aún si eran renuentes.
El par de amigos intentaron seguir su ritmo en dos ocasiones y ambas fracasaron. Darío, de cuerpo menos robusto que José, alcanzó la mitad del ramaje pero muy lejos de Jorge. De José ni hablar, apenas pudo subir a la rama más baja en el primer intento, en el segundo Darío tuvo que ayudarle a alcanzarla. En ambos casos desistió de continuar, después de todo, ni chango ni pájaro era, aunque los imitaba más que bien en sus sonidos.

Texto agregado el 08-08-2014, y leído por 130 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-08-2014 Auuu !!! prolijo capítulo que delinea una aventura en ciernes. "Historias contadas mil veces y otras tantas reinventadas nunca serán aburridas", acostumbro entresacar frases de lo que leo, que me sirvan para mi filosofia de vida... gracias Alonso. Cinco aullidos secuenciales yar
 
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