CAPÍTULO VI Y VII DEL CUENTO ENTRE LA PIEDRA Y EL ARCOIRIS.
VI-OBSCURIDAD
Corrió sigiloso la cortina de ramas que cubría la entrada y no supo si era frío o miedo por lo que temblaba, pero la luz de la linterna vaciló con el tiritar de sus piernas y el crujir de los dientes. No bien dio el primer paso dentro de la cueva y un grito agudo, al menos así lo asumió al principio, le desgarro por dentro, crispó sus nervios y con ellos su piel y la totalidad de sus huesos, apiñándose entonces contra el muro deseó convertirse en una más de sus piedras. La boca de la cueva abierta al máximo gritaba al verse invadida por el intruso, la negrura absoluta de su garganta provocó vértigo en José y tuvo en ese momento la certeza de que lo engulliría sin piedad. Apretó los parpados queriendo sellar sus ojos para no ver lo que en sí era ya invisible; intentó en vano volverse ajeno al evento buscando pasar desapercibido y creyó hacerse pequeño enterrando entre los hombros la cabeza a la vez que recogía las piernas.
Al paso de los segundos no pareció ya un grito, era más como la simulación del mismo, como guitarra eléctrica llevando su trémula a la más alta escala audible para un oído humano.
Claro que jamás había escuchado tal cosa y eso lo estremeció por completo. Tapó con sus manos los oídos en movimiento tan brusco que no supo si el dolor que sintió lo provocó el chillido insoportable o el golpe de aire contra sus tímpanos.
Cesó de súbito. Le parecieron horas pero sólo transcurrieron segundos. José quedó aturdido y aterrado, su rostro nunca conoció semejante expresión. Si pudiera verse en un espejo moriría de miedo: las mejillas caídas de tal forma que alargaban su cara deformando su boca, ésta, moviéndose en automático por las plegarias arrojadas a la oscuridad, daba el toque profundamente triste a la faz de palidez mortuoria. Los ojos hinchados y rojos advertían un llanto contenido no por no querer llorar, sino por no haber podido.
La linterna terminó tirada en el suelo parpadeando como si no quisiera saber nada. Su luz que iluminaba desde abajo las salientes rocosas de la cueva, formaba sombras de espectrales contornos mecidas por la inercia del mismo movimiento de la lámpara al caer de la mano de su dueño, quien un instante después, terminó sumido en lipotimia.
VII-JOSÉ
Cargado de dos bolsas repletas de mercadería llegó José mostrando el rostro enrojecido por el esfuerzo. Rechoncho de cuerpo y alegre de espíritu, dejó los bultos a los pies de su madre para luego tronarle un fuerte beso en la mejilla y preguntarle con apremio:
_¿Ya están listas mis cosas mamá?
José se refería a la mochila dispuesta con lo que debía ser su almuerzo: unas grandes y bien dotadas tortas hechas especialmente por su papá, iguales a las que vendía todos los días en el puesto ambulante cerca de la escuela.
_Ya hijo, pero… ¡come algo antes de irte!
Dijo doña Mari, y antes de decir nada más, José saltó de pronto sobre su padre que se encontraba a un lado, le dio un gran abrazo de oso, como le gustaba decir, para, de inmediato, zafar la mochila del hombro musculoso de ese hombre tan querido. Brincó la pequeña valla improvisada con maderos que separaba el estrecho patio terroso de la vivienda con el exterior y agitando con júbilo la mano derecha gritó a sus padres ¡Ya me voy, nos vemos luego!
Ellos apenas atinaron a responder casi al unísono
_¡Cuídate hijo!
Sabino Chuc y Mari Balam, eran conocidos no sólo por ser padres del niño más feliz de la colonia, más bien, los hacía casi famosos el ser propietarios de un sencillo puestito de tortas y “trancas” que se volvían irresistibles por estar preparadas con el mismo amor y se podría decir que con la misma sazón con la que criaron a José.
Llegaron del interior del estado a esta pequeña ciudad poco antes de nacer su primogénito. De trajín incansable como tantos trabajadores del campo de todas partes y sencillez cargada de dignidad.
La religión católica es su asiento moral, pero han aprehendido que los sermones dominicales que el sacerdote dirige desde el púlpito son una parte nada más, ni siquiera la más importante, para que Dios riegue en ellos la dicha. Es más, la dicha es tan escurridiza que nunca se materializaría a su alrededor de no ser porque ellos a diario llenan con entusiasmo solidario la vida de los demás.
Comparten junto con otras personas del lugar la creencia en la infinita justicia y bondad divina, de su cercanía a los más necesitados, de su amor por los desamparados; si, con sinceridad creen en ello, pero también saben que su trabajo individual constante y el esmero en las tareas colectivas de la comunidad son las herramientas para cambiar, ellas tienen más fuerza que todas las plegarias gritadas por la feligresía desde la santa casa del mismísimo supremo.
Doña Mari fue consciente de ello cuando era todavía una muchacha. Batalló junto a su madre buscando agenciarse recursos económicos para que sus hermanos lograran estudiar. Se rezaba para eso todos los días, y para que el Todopoderoso protegiera a los pequeños de las aciagas vicisitudes que la pobreza tiene de sobra. Pero los rezos no son medicina; para el alma de algunos tal vez, pero no para el cuerpo. Los virus, las bacterias, no obedecen ni al Dios del cielo ni al de los infiernos, aunque habrá quien diga que aquellas son plagas desatadas por uno, y a veces por el otro.
Ella lo supo la noche en que la enfermedad cortó temprano la vida del menor de sus hermanos. La ignorancia no tuvo mucho que inmiscuirse en este asunto, fue la inopia, esa falta de medios que permitiesen acortar la distancia entre su aislamiento y la civilización lo que agravó el cuadro. Para cuando llegaron al centro de salud más cercano, la vida se le había escapado a Miguel. Una vida tan corta que la muerte no lo dejó llegar por sí solo a ninguna parte.
Mari Balam sintió el dolor más profundo hasta entonces conocido por ella, y eso la empujó a luchar primero contra la resignación de la que le habló el sacerdote, y luchó después por mejorar las condiciones sanitarias de su comunidad; y aprendió a luchar por todo aquello que sentía y sabía era algo necesario, indispensable, para que cada persona pudiera vivir con dignidad.
En ese esfuerzo de organización de aquellos años conoció a Sabino con quien se uniría un año después para formar una familia. Ahora eran padres felices de tres hijos y uno más por llegar, y Chepo era el mayor, en parte por eso, y porque sus padres fueron ejemplo, asumía responsabilidades en la casa sin respingo.
Como la premura le hiciera estar en ayunas, sentía un hueco en el estómago que lo llevaba a pensar seriamente en aligerar un poco esa pesada carga que acarreaba en su mochila, liberándola de uno de esos envoltorios deliciosos que casi le hablaban; más precisamente, que le hablaban a su estómago. Pero no, no se atrevió. Se había propuesto como primera meta del día resistir la tentación y llegar al encuentro de los dos amigos sin haber probado bocado alguno.
Estando el verano en plenitud, por momentos el aire arrimaba un misterioso frescor matinal, y mientras dejaba que el viento ligero acariciara su cara, veía a lo lejos las formaciones nubosas levantadas sobre los cerros que rodeaban el lugar, pareciéndole imposible no imaginar aquel paisaje como un gran pastel de chocolate cubierto con delicioso merengue.
Aquellas nubes, aunque densas, no auguraban necesariamente mal tiempo, sin embargo José estaba preparado para afrontar un temporal. Sabía que la manga de lona que cargaba sería de completa utilidad, no importaba que arrastrase por el suelo varios centímetros.
José disfrutaba los espacios abiertos, estar al aire libre, brincar y correr sin obstáculos. Cierto es que a él ya no le tocó vivir rodeado de abejas, vacas y maizales, pero con frecuencia visitaba al abuelo (por el abuelo es que llevaba el nombre), que vivía aferrado todavía a un pequeño pedazo de ejido que había podido sobrevivir al voraz acaparamiento de tierra después de las reformas hechas a la ley.
Su papá le enseñó a silbar tan fuerte que ya era costumbre en él anunciarse con una ruidosa silbatina antes de llegar a cualquier cita, pero en José había algo más que la fuerza de su silbido: la sensibilidad de su oído era verdaderamente excepcional.
El tiempo al aire libre lo aprovechaba para escuchar con atención la diversidad de sonidos obsequiados por la naturaleza, sobre todo, el canto de las múltiples especies de pájaros que habían elegido aquel paraje como hábitat. No sólo distinguía el fuerte graznido de los negros zanates con el límpido canturreo de los cenzontles, también el sonido de la multitud de bolseros naranja y amarillo que con habilidad de artesanos tejen sus nidos colgantes en las ramas de los árboles; identificaba sin dificultad a las calandrias y el gorjeo de grave entonación proveniente de la garganta del pájaro Tó (nombre que los mayas de la península de Yucatán le dieron al Momoto). También el suave y casi lastimero canto de las torcazas, hasta el repiqueteo incansable de los picamaderos de copete rojo era recibido en su oído como el sonido de un instrumento más de aquella hermosa orquesta que la naturaleza presumía.
Y en ese mundo, correteaba palomas y jugueteaba con los insectos perseguido siempre por su querida mascota, un pequeño perro al que llamaba “Draco”, aire de vagabundo y pose de perro guardián de caricatura, de raza irreconocible porque su genética terminó siendo un revoltijo dada la cantidad de cruzas fortuitas que hubo en la vida de sus antepasados. Por cierto, a José no le gustaba la idea de dejarlo pero esa fue la decisión final del grupo.
Aquel día se sentía doblemente feliz, respiraba con gusto toda la libertad que un niño en los albores de su adolescencia puede desear y además, estaba a punto de reunirse con sus mejores amigos para una grandiosa aventura.
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