CAPITULO IV Y V DEL CUENTO ENTRE LA PIEDRA Y EL ARCOIRIS.
IV-SOFOCO
Obscuridad total, simplemente se le acabó el piso y cayó atorándose en una de esas oquedades lodosas. Sus brazos y piernas quedaron fuertemente apretados a la tierra y volvieron imposible el movimiento, pero la desesperación lo hacía agitarse tan violentamente que su peso y las paredes resbaladizas del agujero se ponían de acuerdo para empujarlo lenta aunque irremediablemente hacia abajo. En ese momento la confusión provocada por la súbita caída impedía que supiera bien a bien la gravedad de la situación en la que se encontraba, pero estaba pávido.
La pierna derecha, entumida, no la sentía. Al caer inexplicablemente quedó atorada en una posición inverosímil, doblada por completo de la rodilla hacía atrás, el talón pegaba con su glúteo derecho dejando la punta del pie mirando hacia arriba (algo parecido a cuando los niños juegan a saltar en uno de sus pies, pero definitivamente más grotesco). El brazo izquierdo pegado a su costado estaba totalmente inmóvil en el interior del hoyo; el derecho, que empezaba a cosquillearle, se había torcido ligeramente hacia atrás empujando su hombro y, con él, peligrosamente la clavícula.
El cuerpo de un niño tiene la misma flexibilidad que una pieza de hule, claro que eso es esencialmente cierto si exageramos un tanto, lo que para nada es exageración, es ver a Darío en esa postura de tortura verdadera, pero apenas si sentía algún dolor, pues, con la cabeza diez centímetros bajo la superficie y el pecho comprimido, Darío se preocupó más por el sofoco dada la dificultad para tomar el aire suficiente que le exigían sus pulmones.
En ese crítico instante la realidad fría y estrujante le cayó encima. Sollozaba mientras el miedo se convertía en hondo terror y los labios ejecutaban el movimiento iterativo de la urgente necesidad de emitir un rezo, o algo semejante que provocara el mismo efecto. Como no sabía la fórmula para invocar milagros tuvo que improvisar originales plegarias, y lamentaba (los lamentos son la forma menos severa en que suelen presentarse los reclamos), el desapego de sus padres hacia aquella fe que sin duda sería más útil en estas circunstancias que un razonamiento de pura lógica… ¿O no?
Tal vez si la abuela hubiera sido más incisiva al hacer valer su derecho genético, al menos la mitad correspondiente, habría podido lograr reconquistar el alma de esa familia de renegados, incluyendo la de su hija. Consiguió, eso sí, estar ella tranquila suponiendo que este chiquillo andaría por las calles protegido por la santa autoridad suprema, por vírgenes de toda clase y santos de toda índole, o por alguno de tantos ángeles vigilantes. Por ella fue que Darío alcanzó la bendición del bautismo, asegurando así su adhesión al mundo de los católicos y como una cosa lleva necesariamente a la otra, siempre según la sabiduría de la abuela, había adquirido una especie de inmunidad contra el mal pues llevaba a Dios en el intersticio de la epidermis gracias al remojo de agua bendita salpicada por el sacerdote en su morena frente de infante. Pero Darío tenía algo o mucho del padre (no del padre de la iglesia que es el sacerdote, que conste), era renuente a creer en algo o en alguien sin previa constancia de su existencia, sin embargo, el hecho mismo que lo tenía en aquella precariedad minó por un instante su resistencia, y con los ojos irritados por la sal de sus lágrimas encrespadas, elevó una súplica solo audible para alguien omnipresente. Aquel al que la mayoría se encomienda en sus peores momentos. Dios para él tan extraño por inconcebible como confuso por lo imperceptible. Dios en el que no creía, pero sentía ahora tan necesario. Y a falta de otro recurso que pareciera más eficaz, siquiera ligeramente razonable, se aferró a ella como una buena opción…, como la única, esperando que el resultado fuera salir de esa su peor pesadilla.
V-DARÍO
Fiel a su costumbre, Darío organizó un día antes lo necesario para el campamento, siempre siguiendo al pie de la letra una lista preparada escrupulosamente para ocasiones como aquella.
Meticuloso en los detalles, se tomaba el tiempo suficiente para revisar una y otra vez que todo estuviera en su lugar. Le daba más importancia al orden que al tiempo, sin embargo, siempre era puntual para cumplir sus compromisos aunque para ello tuviese que soportar desvelos. La responsabilidad era una de sus cualidades más arraigadas ¿raro en un niño de su edad? Seguro, pero este es Darío.
Ese día fue el primero en llegar al lugar acordado, había pasado antes por casa de “El Chepo”, como le decía de cariño a José, su mejor amigo, pero no lo encontró. De forma habitual, José se levantaba temprano para ayudar a su mamá en las labores de la casa o a preparar la comida que su papá vendería en el puesto ambulante. Ese día, no siendo la excepción, salió a buscar las mercancías necesarias y no había regresado.
_¡Pásale Darío!, ¿Por qué no lo esperas? No debe tardar
Le indicó indulgente doña Mari, mamá de José.
_Gracias señora pero prefiero adelantarme, Jorge debe de estar desesperado en el parque, ya sabe cómo es. Mejor dígale que nos alcance.
Respondió rápido Darío y se encaminó sin mucho apuro aunque con una pícara sonrisa que apenas se dibujaba en su cara, pues imaginaba al ansioso Jorge exasperado por ponerse en marcha.
Darío era de carácter apacible, más bien introvertido, se consideraba a sí mismo el calmante preciso de la animosidad a veces excesiva de Jorge. No se equivocaba, era él quien lo llamaba a la ecuanimidad cuando el riesgo crecía alrededor de las actividades de su amigo.
Mirando sus propios pasos, como si contara cada uno de ellos, meditaba sobre la plática sostenida con su padre la noche previa.
Su papá no era administrador de profesión y sin embargo se desempeñaba bastante bien como responsable de la pequeña empresa comercializadora a la que ha ayudado a crecer. No le va mal si nos atenemos a lo económico, pero hubiera querido hacer de su vida algo más emocionante, o tan interesante que alcanzara a trascender. De ahí la apariencia de temperamento enérgico, de gesto austero, a veces hosco. Pero bajo el cascarón, más allá de la frontera limitada por la dermis en franco abandono de turgencia, se intuye la personalidad de un hombre sentimental que no necesita mucho para externar su congoja.
De cualquier modo, esa condición que carga encima como el exoesqueleto de las tortugas, es usada, sin ser consciente del hecho, para resguardar lo íntimo y eso lo caracteriza más para mal que para bien, porque lo aísla, lo vuelve disociador de los lazos que los demás insisten en tenderle al llevar la intransigencia como traza de la obstinación.
Se sentía como Gregorio Samsa, aunque en su metamorfosis el escarabajo no sería quien suplanta al hombre, en todo caso tendría que ser un bicho más bien fútil, una cucaracha, por ejemplo.
Caer en excesos al querer corregir alguna conducta inadecuada de Darío era una preocupación constante, pues el sabor amargo del pasado reciente, de las discusiones exacerbadas con el hijo mayor, lo inclinaban a ser menos controlador. Si bien a Darío nunca le reprendió con dureza, sí lo hizo patente en su hermano, razón que éste tomaría como bandera, o tal vez simplemente era la punta de una madeja de razones más complejas que el mismo padre ignoraba, para decidir desarraigarse de una vez del infierno en que se estaba convirtiendo su hogar. Y se fue lejos de la familia con el rencor a cuestas.
Por un lado, malas decisiones en su juventud, y por otro, la necesidad de agenciarse recursos para sobrevivir, malogró el sueño de Darío el padre de convertirse en ingeniero, arquitecto, biólogo, astrónomo o astronauta. Cualquiera de esas profesiones que por disímbolas que parezcan, tuviesen algo que ver con la ciencia y la tecnología; y es que la ciencia le apasionaba tanto que con ella nutría su posición de ateo militante, convirtiéndola en la herramienta perfecta contra el dogma.
Consideró prudente, lo creía con fervor casi religioso (aquí andémonos con tiento antes de encontrar contradicción con su pensar), que a los hijos hay que dejarlos crecer con independencia, sí, pero guiados por principios, no por los valores que hipócritamente intentan por todas partes endilgarles a los pequeños y de los que la sociedad termina empachada. Cimentar su vida en razones, en actitudes nacidas de pensamientos que no persigan imponer criterios, que persuadan.
La razón, concepto abordado por multitud de filósofos de todas las épocas y tema de discusión inagotable, es recurrente para los hombres porque es clave en su existencia, es parte de la esencia de su humanidad.
Pues Darío el padre, lejos siquiera de parecer filósofo, lo aborda a su manera, y bien vale para él como para cualquiera, pues humano es, aunque tenga por momentos esos dislates de creer estar viviendo a la escala evolutiva de un insecto.
Pensaba entonces que aquel era el hilo conductor del que sus hijos debían asirse. Por eso buscaba afanoso la forma de acercarlo a sus manos, aunque también sabía, con sentimiento ambiguo de tristeza y orgullo, que terminarían inevitablemente aferrados a otro, al camino tejido por ellos mismos.
Sentía que ese era el compromiso más grande de su vida y de algún modo intentaba así sortear para ellos las piedras con las que se tropezó en la infancia. Loable pretensión sin duda de querer heredarles un futuro menos tortuoso que el suyo, pero escasamente útil. La realidad se lo mostró con crueldad colocándolo en el último lugar en el que un padre quisiera estar: convertido en obstáculo, represa del caudal impetuoso de la fuerza creativa que con la adolescencia traen los hijos, tal como se dio cuenta conforme los años fueron llevándose pedazo a pedazo la infancia de los vástagos y dejando su matrimonio pendiendo del hilo más delgado.
_Darío, ten cuidado_ dijo_ sabes que me preocupo de más cuando sales con Jorge, se acelera demasiado y los jala a ustedes con él.
Tras una pausa obligada por el sorbo prolongado que dio al humeante, y a decir por el aroma, sin duda delicioso café, continuó.
_Sabes que me gusta mucho tu curiosidad, tus ansias de saber cómo y por qué funcionan las cosas...
Un dejo de melancolía desbarató el semblante de ceño fruncido, se tornó afable, podría decirse que el grato recuerdo le endulzó el carácter y con suavidad irreconocible en él contó a Darío hijo:
_Con frecuencia recuerdo algunos hermosos detalles de cuando eras más pequeño. Aún gateabas y tus hábiles deditos zafaban de su sitio las minúsculas tuerquillas del escritorio para luego volverlas a colocar en su lugar con toda parsimonia; no habías cumplido tres años y los cordones de los zapatos aparecían amarrados en las perillas de cada una de las puertas de la casa, y de ahí a las sillas; imaginaba yo que con ello tendías puentes hacía tus mundos fantásticos. Y cuando por primera vez te convertiste en piloto de aquel avioncito de feria, que ajeno a todo y a todos, seguía con mirada absorta el movimiento del motor que lo hacía volar; eras el único niño que no volteaba sonriente hacia sus padres. Mientras nosotros desgañitábamos buscando arrancarte una sonrisa, un saludo, tú seguías abstraído intentando seguramente descifrar el extraño secreto de ese ruidoso mecanismo de engranes y cadenas que daba vida al juego.
¿Te acuerdas cuando desbarataste mi cámara para sacar el prisma sólo para ver cómo se refractaba la luz?
_¿Y tú te acuerdas cuando me enseñaste a limpiar el carburador del coche viejo? ¿Y cuando hicimos el papalote gigante de papel periódico?
Atropelladamente interrogó Darío hijo entusiasmado con la plática. Pero el punto al que Darío padre quería llegar era otro…
_Sé cuánto extrañas a tu hermano y aunque no lo demuestre, te aseguro que lo extraño tanto como tú. Hubiera deseado que compartieras más con él, yo mismo quisiera regresar el tiempo para encontrarme de nuevo con esa pequeña mano que buscaba esconderse dentro de la mía mientras caminábamos apresurados hacia la escuela. Nunca como ahora soy para él tan ajeno, y no quiero pensar que nunca más seré tan cercano como en aquellos días.
La última frase la dijo para sus adentros, aunque hubiera ansiado gritarlo.
En ese momento, con la añoranza desparramándose en el pecho y ahogando por un instante las palabras en el horizonte de la garganta, se recostó lentamente en el respaldo del sillón mientras mecía con ternura los cabellos de su hijo. Luego prosiguió.
_Te gusta la ciencia y me entusiasmo por eso, ojalá que no sean tus amigos causa de un desinterés futuro…
Y para no repetir las peroratas consabidas acerca de lo que es bueno y lo que es malo para los hijos, habló de tal forma que semejó la confesión de las culpas propias en la búsqueda, acaso infructuosa, de su expiación.
_...Como padre uno cree saber. Creer por ejemplo que poniendo todo al alcance de los hijos sólo debes sentarte a esperar a que estiren la mano y lo tomen; o pensar que quitando de su entorno lo malo, lo que uno juzga que no les conviene, asegura la vacuna contra todos los males. Y no…, no es así ¡Con tu hermano me equivoqué tantas veces!
Y el suspiro fue tan hondo que pareció no tener fin.
_Pero ni hablar, a estas alturas él ya no quiere saber nada de lo que pienso.
Darío escuchaba atento, y cuando notó que los ojos de su padre iban volviéndose agua en reacción inevitable a un sentimiento contenido que el corazón suelta de pronto, apretó ligeramente su mano como queriendo expresar a través de aquel leve impulso, el reconocimiento de su hermano a esta disculpa implícita que su papá estaba pronunciando.
_¡En fin!
Suspiró de nuevo tratando de retomar compostura, se enderezó en su asiento y con voz de aparente serenidad le dijo finalmente…
_Seguro tienes todo listo ya ¿verdad? _Y el hijo, con ilusión en la mirada, asintió moviendo la cabeza.
_Entonces no me queda más que recordarte lo que te dije antes: Todo lo desconocido causa temor, andar por caminos que nadie ha pisado seguramente te hace dudar pero piensa que si quieres ir más allá tienes que arriesgarte, hay que soltar la carga de miedos que traes en el costal y avanza con decisión, eso sí, ten prudencia, no dejes de valorar tus fuerzas y si en algún momento dudas de ellas, reconsidera e inténtalo más tarde ¡Nunca te rindas!
Darío abrazó con fuerza a su padre y con una amplia sonrisa en el rostro que denotaba contento y la aprobación a esas palabras que le daban seguridad, corrió a obsequiar un beso de buenas noches a su mamá, que atareada frente a la computadora aplicaba los últimos toques a los documentos que le ayudarían para la exposición del día siguiente.
Ensimismada en el trabajo, Angélica se recogía en un pequeño espacio de la casa habilitado como estudio, preparando temas, retocando discursos, afinando pensamientos mientras otro tercio del día transcurría en las aulas universitarias intentando compartir algo de su conocimiento con muchachos ansiosos de absorberlo todo, a veces, hasta lo evidentemente deletéreo.
Todo aquel esfuerzo profesional le confería un lugar importante en el ámbito de lo social y la convencía a ella de su capacidad como mujer productiva, pero no le redimía del dolor que desafortunadamente le causaba dedicar tan poco tiempo a su hijo, en cambio, cuando el atareado día le proporcionaba un respiro, su alma se cubría de un sentimiento de culpa al saber que ese lapso alejaba sin remedio la preciada niñez del hijo sin ella poder tejer a su lado todos los recuerdos alegres que, ya adulto, Darío quizás ansiaría rememorar.
En realidad sus ocupaciones sufrían recortes reiterados en busca del momento que le permitiese estar cerca de sus juegos y sus angustias. Cuando se presentaba esa oportunidad, desvivía en mostrarle el tamaño del amor que florecía en su pecho.
Desde que el hermano de Darío se fue, Angélica guardó gran resentimiento hacia el padre, resquemor que disfrazaba muy bien por su carácter apacible y diplomática actitud, pero se hallaba presa de la desazón, pues estaba convencida que la terquedad de éste abonó el terreno para que la familia se fracturara, y el hijo mayor, renuente siempre a observar las reglas impuestas por el “tirano”, terminara por alejarse de ellos.
Parecía que todo lo que le había unido a Darío, su esposo, había sido tragado por uno de esos agujeros negros que surgen inexorables en el universo de la relación de pareja. Y el símil iba más allá, pues así como toda materia sucumbe y toda luz es convertida en obscuridad en la enorme gravedad generada dentro de un hoyo negro cósmico, el amor de Angélica como la luz, y la confianza y el respeto como la materia básica en el universo de su matrimonio, fueron consumidos casi en su totalidad, quedando todo suspendido en el horizonte de eventos, así como un observador lejano contemplaría, hipotéticamente, a un objeto cualquiera, tardar un tiempo infinito en caer dentro de la singularidad del agujero.
Afortunadamente, Darío no era del todo consciente de la situación, arrobado en sus cavilaciones, llegó al parque y se sentó sobre las raíces de un enorme árbol de "hule". No sólo era el lugar de reunión elegido, ni un árbol cualquiera. Era nada menos que el miembro más genial del equipo, su protector y amigo de juegos. El frondoso follaje que lucía imponente, obsequiaba bondadoso la delicia de una refrescante sombra en momentos en que el sol intenso del mediodía los reclamaba para tostarles la pielcilla delicada, mandándoles a duchar en su propio sudor a fuerza de los penetrantes rayos, cuando después de clase, encorvados por el peso de las mochilas, corrían hasta él en una competencia que se repetía a diario, y, convertido entonces en juez de meta, ese árbol de ramaje susurrante decidía sin inmutarse quien había sido el vencedor de la carrera, y por lo tanto, el más veloz de los tres.
Enormes raíces colgantes eran columpios y también lianas que pendiendo de lo alto los invitaba a lanzarse aferrados a ellas para cruzar los “ríos atestados de cocodrilos”. Eran felices jugando con él, pero había algo más, sabía mejor que nadie sus historias de alegría y de tristeza, conocía también sus miedos, pues los niños llegaban todos los días hasta su grueso tronco a relatarle sus cuentos, muchas veces fantásticos, casi siempre veraces.
A Darío le causaba gracia la visión empalagosa que“El Chepo”tenía de aquel gigante:
_Es como otro papá, pero más bueno. Nunca te dice que no, juega todo el tiempo contigo, te escucha muy atento y nunca se enoja.
Otra de las aficiones de Darío era el dibujo, y apasionado de los mapas, sobre todo de esos que marcan la existencia de tesoros escondidos, tomó una varita seca y se dio a la tarea de trazar uno en la tierra húmeda. En tanto, el tiempo invisible a la vez que inexorable, le hurtaba unos minutos más a su vida, pero insensible a esas sutilezas, sólo imaginó la posible ruta hacia la aventura.
|