Desnudo, sudado y boca arriba tenía la vista fija en una mancha del cielo raso. Se abría en forma de alas simétricamente desde un posible e imaginario centro hacia los costados. Jadeó un poco y dejó caer gravemente los párpados.
Se trató de un ajuste de cuentas, apuntó secamente el policía. Según creo salió en defensa de otros y se pasó de la raya. Usted sabe, el comedido...
El médico, oía atentamente mientras le repasaba afanosamente las ligaduras que le sujetaban las manos ambos lados de la camilla. Es para evitar que se toque, elucidó, dirigiéndose casi pedagógicamente.
Un ardor descontrolado le desgarró el vientre. Jaló de manera compulsiva las muñecas hacia arriba pero las ataduras no cedieron. Entreabrió los ojos y exhaló lánguidamente acompañando el flujo de sangre que le ganaba la cintura.
La sensación de un perpetuo sufrimiento se acrecentaba y repetía. Cada palabra era un murmullo indescifrable, cada movimiento un vértigo expuesto a la fulgente lámpara de la sala en la que yacía tendido sobre una prominente y desordenada superposición de sábanas blancas que copiaba todo su cuerpo.
El policía recogió del suelo las ropas y buscó sin éxito alguna identificación. La única pertenencia que cargaba era una cajita de fósforos. Sólo una cajita de fósforos..., le indicó al médico en una mezcla de complicidad y sorpresa, al tiempo que se la apropiaba apretándola en su mano bajo la satisfecha y complacida mirada del desdichado.