No pudo evitarlo…, con mezcla de ansiedad y desobediencia, giró apenas la cabeza hacia atrás y con angustia e impotencia contempló desde el recuerdo por última vez recortarse la silueta como un espejismo entre las amarillentas luces del andén que se continuaban mortecinamente, una tras otra, sobre las vías. Se acomodó en el asiento y estrechó fuertemente entre sus brazos el negro estuche que cargaba.
Aún la podía percibir con toda frescura, marcada con la cadencia de un adagio, como algo que definitiva e inevitablemente se va, se nos escapa… Luego clavaría la vista en la oscurecida ventanilla y así se mantendría hasta el final del recorrido.
Dejó el vagón, cruzó los molinetes y comenzó a ascender por los gastados escalones que lo conducirían hasta la boca de salida.
Volvía a perderla una vez más, pensó con amargura en la superficie.
Se dirigió hacia la plaza y de entre todos los cipreses eligió el más bello, el más alto, el más frondoso y el que paradójicamente fuera capaz de estremecerse con la brisa para sentarse debajo. Dejó correr el tiempo mientras observaba como poco a poco todos emigraban del lugar. Y cuando ya nadie quedaba tomó nuevamente entre sus manos el estuche, lo abrió, sacó del interior el violín y deslizó suavemente las yemas de los dedos por sobre la madera lustrada a lo largo del cuerpo, del mango, hasta detenerse en las clavijas. Una pena infinita…, evaluó con decisión. Quitó prolijamente una de las cuerdas del instrumento, lo volvió a guardar en su sitio y se colgó del árbol.
|