Me llamo Jorge Aeta y vivo en Recreo, en la provincia de Catamarca, Argentina. La ciudad – mi pueblo, le digo yo– tiene alrededor de 12.000 habitantes y soy profesor de historia en el nivel de secundaria. Enseño historia argentina e historia antigua. La de mi patria me aburre porque está llena de mentiras, invenciones y justificaciones pueriles que tratan de explicar lo que es obvio: por qué Argentina cada día está peor. Por eso me gusta más la historia antigua, especialmente la que estudia el período de Alejandro Magno y la etapa posterior a su muerte porque es la descripción de las hazañas de grandes guerreros y de los hitos que forjaron las bases de lo que después sería nuestra civilización occidental.
Mi esposa es una mujer sencilla, trabaja en una pequeña farmacia y lleva tanto tiempo allí que los de mi pueblo acuden directamente a ella para que les recete las medicinas que curen sus dolencias. La “doctorita” le dicen. Tengo un solo hijo, cuya edad es de 18 años y lo que más desea es huir de este pueblo. Le atrae la vida de la ciudad grande y por eso está juntando dinero para irse a Buenos Aires. A veces, cuando me mira, noto en sus ojos desprecio y frustración. El cree que soy un don nadie, que no tengo nada que pueda hacerle sentir orgullo por su padre.
Y la verdad es que soy un don nadie… En lo único que he destacado en mi vida es en el juego de ajedrez. Una vez llegué a alcanzar el segundo lugar en un campeonato provincial. Me ganó un chaval de 8 años que era un genio, pero mi hijo no lo entendió así y me dijo que sus amigos se burlaban de él diciéndole que su padre fue derrotado por un mocoso que ni siquiera sabía limpiarse las narices. Y me lo ha repetido ya varias veces; la última fue hace tres días, cuando durante una de nuestras ya comunes discusiones, noté que él apenas contenía sus lágrimas de ira. Discutíamos porque él ya no cree en mí. No cree que ahora sí ganaré el campeonato provincial de ajedrez. Mañana juego las finales y esta vez enfrento a Pedro Antigon, un Gran Maestro que fue campeón en Buenos Aires. Nadie me da la más mínima chance y mi hijo piensa que la derrota que sufriré será tan humillante, que sus amigos no pararán de tomarlo a la joda.
Me llamo Aetos y soy el hijo de Arsenio y de Adelfia. Mi padre se rebeló contra Antígono y pasó a respaldar a Seleuco, ambos diadocos de Alejandro y ahora enemigos mortales. Padre pagó con su vida el apoyo que dio a Seleuco y en este momento mi ciudad es el único obstáculo para que Antígono domine toda Frigia. Los mensajeros de Seleuco dicen que él está enviando en mi ayuda un poderoso ejército al mando de su hijo Antíoco y que los refuerzos llegarán cuando la luna mengüe; mientras tanto, Seleuco tratará de recuperar Babilonia.
Mis tropas tienen casi el mismo número de hombres, caballos, elefantes y carros que el ejército de Antígono, pero el viejo tuerto ha enviado a sus mercenarios de mil combates y me temo que no podremos resistir ni siquiera la primera batalla. Mi madre, veterana guerrera, al ver nuestras falencias, está dispuesta a unirse a la caballería ligera con su cuerpo escogido de arqueras vírgenes, todas descendientes de las amazonas y sé que no podré evitarlo. Sólo me queda hacer un sacrificio a Zeus y pedir a Ares que me ilumine al momento de escoger la estrategia más apropiada.
Toda la noche estuve estudiando las partidas de Antigón, y creo que es débil en finales de peones. Mi estrategia será entonces buscar el intercambio de piezas y trataré de sacar un peón de ventaja, al que haré avanzar a toda costa hasta que se corone. Si tengo que sacrificar un caballo o un alfil para lograrlo, bien lo valdrá. Ahora estoy sentado frente a Antigón y su mirada prepotente es como la de los boxeadores antes de empezar un combate. Si cree que me intimida, está en lo cierto; pero jamás lo notará. Me puse lentes oscuros y trataré de que mi cara no denote ningún gesto.
El salón está lleno de aficionados y el árbitro pidió que haya silencio absoluto. Es agradable sentir el apoyo de mi pueblo, pero el asiento reservado para mi hijo está vacío. Seguro que no quiere recibir una vergüenza más si es que soy derrotado. Me tocaron las blancas y partiré de una manera que Antigon no espera: d4.
Responde con Cf6 y su gesto al mover el caballo es de completa displicencia. Tengo que abrir el juego lo más pronto posible para sacar mis torres. Son las piezas que más me pueden ayudar en este momento para limpiar el camino de mis peones. Mis alfiles y caballos atacarán por el centro y también hostigarán a sus peones.
Ares me ha inspirado mientras pasaba en vela casi toda la noche. Debo hacer que mis elefantes ataquen por los flancos, los carros embestirán por el centro junto con la caballería. La infantería irá detrás de los elefantes y los carros. Yo arremeteré con la caballería. Madre y sus amazonas galoparán como el viento entre los carros y elefantes enemigos haciendo que sus flechas provoquen estragos entre sus conductores. Siento que mi destino ya no está en mis manos y que los dioses del Olimpo decidirán el resultado de esta batalla. Si caigo, no importa, porque moriré luchando y no habré mellado el honor de Padre.
La masacre es espantosa. Hay sangre y restos humanos por todas partes. Mi espada parte cráneos, corta brazos y penetra cuerpos mientras avanzo. Debo llegar hasta la retaguardia para atacar al enemigo desde atrás. Me acompañan Casiopea y Casandra, las más valientes y certeras de las arqueras guerreras. Los lamentos de los heridos y moribundos cubren el campo de batalla. El batallón de infantería de mi primo Timeus me sigue de cerca. Saben que si caigo habremos perdido la batalla. Mis mensajeros me informan que el enemigo también atacó por los flancos con sus elefantes y que nuestras fuerzas y las de ellos se exterminaron mutuamente. Ha caído Casandra. Los mejores aurigas de mi satrapía, Timoléon y Xenos, van a la par de nosotros. Las cuchillas de las ruedas de sus carros cortan cuerpos como si fueran espigas de trigo. Una roca hace volcar el carro de Timoleón y su cuerpo es aplastado por el carro de Xenos. Ahora mi leal Xenos se derrumba atravesado por una jabalina. Pero mi infantería no ha tenido muchas bajas y sigue avanzando. El caballo de Casiopea tropieza y cae, pero ella logra pararse y corre junto con la infantería sin dejar de disparar su arco. Los enemigos están sorprendidos por nuestra audacia y mueren por cientos.
Debo hacer pronto una movida arriesgada, caso contrario perderé la partida. Puedo hacer una jugada donde sacrifico mi Reina por un Caballo y, si su exceso de confianza lo supera, Antigón no se dará cuenta que en cuatro jugadas obligadas, él perderá también su Reina y el Alfil que le queda. Con eso, ambos quedaremos con sólo peones, pero yo estaré con un peón más. Df6., me responde con xf6. ¡Cayó!. Ahora tendré que avanzar cuidadosamente con mi Rey acompañando a mis cuatro peones. Los dos de mi flanco derecho enfrentan a solo un peón suyo y tendrá que mover su Rey hacia allá para evitar que yo corone por ese lado. Mientras tanto yo avanzaré con mis dos peones y mi Rey por el flanco izquierdo. El tiene dos peones allí, pero con mi Rey los neutralizaré.
Mi caballería ha sido diezmada y solo quedamos montados unos pocos. El enemigo ya me identificó y ha ordenado que me ataquen. Una lanza mata mi caballo pero logro caer de pie. Mi infantería hace un cerco con sus escudos y logramos repeler la embestida. Casiopea se pone a mi lado. Ya se le acabaron las flechas y usa su espada cual el mejor de mis infantes. Veo a Madre viniendo hacia nosotros con sus amazonas para rescatarnos, sus cabelleras al viento y sus caras manchadas de sangre hacen que mi corazón se acelere como el redoble de un tambor de guerra. El enemigo reconoce a Madre – ¿quién no conoce a la más brava de las amazonas de Frigia? – y se vuelven para defenderse de su ataque. Las lanzas livianas llueven sobre el destacamento de Madre y una de ellas la atraviesa. Mi rugido muestra el dolor de mi corazón desagarrado y rompo el cerco para ir a socorrerla, pero ya es demasiado tarde. Debemos seguir avanzando. Casiopea corre delante de nosotros y sus gritos nos alientan.
Ella es la que llega primero al punto donde la retaguardia está más debilitada y ahora nos partiremos en dos columnas para atacarlos por detrás. Cuando se den cuenta, será muy tarde. Casiopea ha conseguido un carcaj con decenas de flechas y sus brazos disparan un misil cada segundo. Las tropas enemigas se desbandan. Hemos vencido y debo agradecer a Ares por haber guiado nuestro ejército. Madre ahora está con Padre, y sé que ambos están orgullosos de mí.
Avanzo mis dos peones con mi Rey a su lado. Antigón ya se dio cuenta que está perdido y su cara palidece por la sorpresa. Está en estado de shock y mueve su Rey hacia mi flanco derecho. Yo avanzo mis peones de ese lado como una maniobra distractiva. Antigón pasa y repasa sus manos por su cabellera. Unas gotas de sudor aparecen en su labio superior. Sabe que está derrotado, pero no quiere tumbar su Rey y lo mueve hacia mi peón que avanza raudo hacia c8. Antigón mueve Rd6 pero ya es demasiado tarde y yo corono a mi peón. De un manotazo tumba su Rey, súbitamente se pone de pie y se retira sin siquiera tenderme la mano.
Miro hacia el lugar donde debiera estar mi hijo y lo veo: está saltando de alegría y abrazándose con su madre. Los aplausos y gritos de mi pueblo hacen que las lágrimas salten de mis ojos. Corro hacia mi familia mientras agradezco a Dios por haberme otorgado esta victoria.
|