CAPITULO I DEL CUENTO "ENTRE LA PIEDRA Y EL ARCOIRIS)
I-EL CORAZÓN
3000 millones de veces es lo que un corazón humano late en una vida promedio. Un corazón adulto sano latirá 75 veces por minuto, cuatro mil quinientas en una hora, ciento ocho mil al día.
Claro que hablamos de un corazón sano en condiciones de trabajo normales, sin los sobresaltos y los apremios a los que nos tiene acostumbrado el ritmo de la vida actual, porque en estas otras circunstancias esos números se vuelven una mera referencia, pues cada individuo se las arregla mal que bien cargando un corazón que baila al compás que le toquen.
Resulta interesante (al menos para mí, porque para otros será un ejercicio inútil y francamente aburrido), pensar en la cantidad de veces que cada aurícula y ventrículo tienen que moverse en coordinación perfecta, sin pausa, impulsando la sangre que nutre a todo el cuerpo desde que se forma en el embrión.
Que trabaja como una bomba hidráulica lo sabemos desde la escuela primaria, y que siendo uno de los primeros órganos del cuerpo en formarse comienza la agotadora tarea bastante antes del nacimiento. Y lo seguirá haciendo hasta que la vejez, alguna enfermedad, o un desafortunado accidente lo detengan; o peor aún, por la voluntad de otro, que no siendo Dios, decida terminar con la vida del desventurado. Acto tan indignante y tan común.
Este fue un comentario bastante simplificado de lo que es la biomecánica cardíaca, lo dejaremos aquí para mencionar una o dos cosas que tienen que ver con las emociones y los sentimientos, algo en lo que el corazón tiene incumbencia, pero no como el lugar en donde se forjan, tal vez sí en el que se quedan.
A lo largo de la historia se le ha considerado el órgano donde reside la esencia de la vida, el alma, la razón o la inteligencia. Son muchas las culturas que así lo aprecian, y del sacrificio humano, el corazón era la ofrenda suprema a los dioses, muestra absoluta de sumisión. Una fe arraigada en el dolor. Arrancar del pecho el corazón del vencido era la demostración más elevada de poder.
En sentido diferente, pero con la misma vena argumentativa, nos vemos tentados, casi seducidos, a hablar de él con toda pompa dada la circunstancia. No tenemos opción: El corazón humano es, y ha sido tesis de disertación filosófica, inspiración de los poetas, centro de la espiritualidad para los teólogos, refugio apasionado de los grandes amores; pero si alguna vez habríamos de poner pies en firme y dejar a los pensamientos escabullirse de las tentaciones idílicas, terminaremos rebajando la visión ilustre del portento cardíaco para quedarnos con esa imagen que los publicistas han hecho casi mística en las tarjetas de felicitación el día de San Valentín.
¿Que el corazón se agrieta? ¿Se parte? ¿Que se rompe y se hace pedacitos? No literalmente, pero se siente así porque duele. Un dolor que va más allá de la carne y de los huesos. Es el dolor cabalgando a lomos de la angustia o la tristeza profundas. Y es muy real la sensación de que al corazón le está yendo mal. Cierto es que enferma bajo la presión de estos estados de ánimo y eventualmente puede devenir la muerte; existe lo que se llama síndrome del corazón roto, y no es otra cosa que un corazón sometido al más profundo estado de tristeza.
Para que no parezca que queremos hacer un catálogo de venenos emocionales, volteemos a ver el lado opuesto: La alegría viene a ser una inyección de energía pura que hincha y da fortaleza al corazón, son esos momentos de euforia que nos hacen sentir invencibles, es el estado de máximo bienestar que nos indica sin duda que somos felices.
Sea como fuere, la naturaleza puso al corazón en el inventario de órganos esenciales, vital en el sentido de que sin su participación, la orquesta no tendría a su solista estelar y la melodía de la vida jamás sería interpretada por el cuerpo humano.
¿A qué viene todo esto? ¿Qué tiene que ver el corazón con lo que en el relato esta por suceder?
Puede que todo o puede que nada, ya lo veremos, porque como antes dijimos, el miedo y el dolor son parte del cúmulo de emociones que en el pecho se acurrucan y que se ensanchan con cada diástole, tras cada sístole; o pueden ser exorcizadas por un sentimiento aún más poderoso, aunque mucho más difícil de alcanzar: la fe en el espíritu, en la capacidad humana para aferrarse a la vida y vencer, y esto sólo puede concebirse en aquella parte del cuerpo humano que piensa, razona y que, finalmente, hace consciencia.
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