A Verónica la conocemos como la Vero. Nunca supe su nombre de nacimiento que, por supuesto, no era ni Verónica ni el apócope “Vero”. Una vez mi viejo me dijo que antes, allá en la infancia, la llamaban Pedro; otro amigo me dijo que le habían puesto “Carlos”, en homenaje a uno de sus tíos, un carnicero que luego fue preso por pirata del asfalto. No creo que tenga importancia, igual, ya que nadie la llama ahora con otro nombre que no sea el que todos conocemos.
Vero es pelirroja y viaja en moto; un ciclomotor pequeño y con la pintura verde gastada. Los rulos vuelan al viento como la capa de uno de esos superhéroes de Marvel. Su espalda ancha ha cargado –lo sé porque lo he visto- garrafas de las más grandes. Tiene una nariz grande que apunta para abajo, formando una medialuna con su mentón sobresaliente.
Nadie se burla ya de ella. Se ganó, con esfuerzo, una identidad en el pueblo.
Cuando Karina me contó lo que hacía la Vero me dio un poco de gracia. No sentí la indignación que ella esperaba que sintiera.
La cuestión es que esta mujer se ganaba la vida haciendo línea. Supongo que, entre otras cosas, se ganaba la vida haciendo línea. Karina, Kari como le decimos en la oficina, me lo contó. Yo, ignorante como soy, no entendí de qué me estaba hablando.
-Ay, Diego. ¡Hacer línea! ¿No sabes lo que es eso?
No. No sabía. Soy un tipo al que lo catalogan con “poca calle”. La verdad es que nunca entendí quién tiene calle, o por qué la tiene.
-Un poco más de viveza –prosiguió Kari- por favor. Hacer línea es cuando yo, por ejemplo, cruzo el tapial de tu casa, de noche, y te robo la ropa que tenés colgada, secándose, y luego la vendo. Robaban en pocas cantidades, claro, para que uno no se diera cuenta. Un corpiño, un par de medias, una chabomba, una remera, un saquito. Es un trabajo de locos, en verdad.
La imagen me dio risa. Me imaginé a aquella mujer pelirroja, de espalda ancha, alta como ninguna otra, trepándose a tapiales y saltando alambrados. Me la imaginé con una bombacha en la mano, corriendo, apresurada por los ladridos de algún que otro perro.
-¿Pero qué? ¿Iba sola? –pregunté.
-No, no. Mirá, siempre la acompañaba Gerardo, el marido. O el novio, porque en realidad Vero nunca se casó, vos viste. No se puede casar; incluso si pudiera gastaría una fortuna en el vestido, con ese cuerpo.
La imagen era más graciosa aún, con ese flaco nervioso de Gerardo, peinado para atrás, con las sienes completamente rapadas. Me lo imaginaba haciendo de campana en un patio oscuro, pisando mierda de perro y puteando por haberse manchado los borceguíes nuevos. Su mujer chistándolo, diciéndole que se callara, que era un inútil y que no servía ni para espiar.
-Eso sí –dijo Kari mientras se levantaba para cambiarle la yerba al mate, volcando toda la yerba mojada en el tachito de basura- una vez que tenían la ropa, la tenían que ir a vender a Salto o a Pergamino. No vaya a ser cosa que uno le comprara su propia ropa a esta turra.
Se río, mientras yo terminaba el paquete de bizcochitos “Don Satur” que habían dejado del día anterior.
Pensé que si comprara mi ropa no sabría reconocerla como propia. ¿Quedaría algún olor, alguna mancha que sirviera como símbolo de identidad? El mundo está tan globalizado que hasta nuestras ropas se parecen en su heterogeneidad. No necesitan ser uniformes para ser uni-formes.
Como adivinándome el pensamiento, Kari me contó que una vez alguien la descubrió. La vieja Teresa, dueña del almacén de la avenida Carrión, estaba de visita en Pergamino, donde vivían sus primas, y ellas la llevaron a un lugar donde se vendía ropa a un precio de locos. Teresa fue, encantada con la idea de ahorrarse en la ropa lo que había gastado en el viaje.
La feria estaba lejos del centro, en un barrio periférico y más aburrido que sórdido. Las carpas formaban un semicírculo, por el que desfilaba gente de todas las clases sociales. El culto a lo barato y al ahorro, en este país, es universal. La feria parecía patrocinada por alguna secretaría de la Municipalidad de Pergamino, le había dicho Teresa a Kari, argumentando que había visto dos o tres carteles con el logo característico.
Hizo un breve recorrido por el lugar. La ropa era inclasificable. Toda taxonomía era truncada por su variedad de colores, de telas, de diseños, de talles. Las caras que allí se veían, lo mismo. Teresa estaba contenta. Cuando llegó a la carpa de la Vero y su novio, y otra mujer que no supo reconocer y que tenía ojos claros como vidrio, vio una prenda que lucía, en el lugar del corazón, una mancha rosa clara. Esa mancha, en esa prenda, disparó su memoria.
Teresa, meses atrás, había ido al solidario bailable, y un borracho que danzaba desaforadamente levantando y agitando un vaso de plástico con vino al ritmo de una cumbia, la molestaba. En un momento, algunas gotas de vino cayeron sobre su vestido celeste (celeste patria, decía ella), dejándole una mancha como la que en ese momento estaba viendo.
No existe, en este mundo, tanta coincidencia.
La pelea fue difícil. Teresa le gritó barbaridades a Verónica, hasta que ésta se hartó y le revoleó el vestido, que Teresa no supo atajar y que cayó en el pasto seco del predio.
-Yo me cagó en el vestido, pero vos sos una chorra. Y nosotros que pensábamos que habían sido los perros de Tito, hija de puta.
Vero no contestó. Por decencia, por corrección, por vergüenza, Teresa desistió de la pelea. Era inútil, además. Se fue enfurecida con sus primas, que no le creyeron la historia.
-Vos sabés, Diego, que desde ese día no faltó una prenda más en la línea de nadie- me dijo Kari, mientras me pasaba un mate recién ensillado pero frío.
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