Durante mis tiempos de estudiante, un verano alojé en una vieja residencial que quedaba en el barrio de Belgrano y en las noches de calor y humedad, los inquilinos -casi todos de provincia- solíamos acomodarnos en el patio de la casona para tomar un mate, conversar y ante todo, pasar un buen rato.
Había un señor amable y de edad indefinida, de ascendencia árabe, cuyo nombre era José Samael, que siempre se sentaba en el sillón junto al farol y daba la impresión que no le interesaba compartir con el grupo, pero su cara plácida y su actitud amistosa hacían que nadie se incomodara por su presencia.
Una noche, estando aburrido de la charla sosa de siempre, tomé mi silla para acomodarme a su lado y así fue cómo conocí a la persona más interesante que he encontrado en mi ya larga vida. Su pensamiento sutil, su exquisito razonamiento y su paz interior me fascinaron y cuando supe que era ateo, me sorprendió aún más, ya que, quizás por mi extracción provinciana, para mí el ateísmo era algo cercano al pecado y además me parecía inconcebible que alguien que no creyera en Dios pudiera ser feliz.
Samael me decía que las religiones lo único que hacían era justificar las supersticiones, la ignorancia y la falta de inteligencia. Que por culpa de las religiones se habían producido los crímenes más enormes contra la humanidad.
Yo le respondía que sin religión, el ser humano se convertía en un ser egoísta, donde el amor al prójimo pasaba a ser una simple relación de conveniencia para facilitar el intercambio de las cosas que uno tenía y que el otro necesitaba; que el ser humano tenía en su interior una bestia sometida y que si no fuera por la religión, la humanidad estaría peor aún.
Y ese era el tipo de discusión en que, en las noches de estío, nos enfrascábamos; sin la molestia del reloj y tomando interminables mates. Los silencios no nos incomodaban ni a él ni a mí, así que podíamos estar hasta muy tarde, uno al lado del otro, conversando, mateando y en fin, matando el tiempo.
Una noche, impresionado por su sabiduría, le dije que un verdadero ateo tenía que ser muy inteligente y que, ya que la mayoría de nosotros no lo éramos, entonces el ateísmo no tenía cómo sustituir a las religiones. Le dije que los seres humanos, ya que no teníamos todas las respuestas para explicarnos este mundo tan complicado, necesitábamos un ser infinitamente bueno y poderoso que lo supiera todo, que nos amara y que nos ayudara a sobrellevar nuestras penas y a gozar mejor de nuestras alegrías.
Y él, con su sonrisa pícara, me respondió que, para ser ateo, más que ser inteligente había que estar consumido por la soberbia, el más sutil y peligroso de los pecados capitales. Cuando le dije que no entendía, me lo explicó con su lucidez de siempre:
-Es muy simple, querido amigo. Si Dios no existe y no hay otra vida, cuando yo muera pasaré a ser parte de la nada y por lo tanto nunca sabré si tuve la razón al no creer en Dios. Pero si Dios realmente existiera y además hay otra vida, entonces recién me daré cuenta que me equivoqué. Y bueno, en ese caso, ya veré que hacer…
- Pero si resulta que no existe - le dije- es como perder la oportunidad de usar un placebo, donde me siento mejor por el sólo hecho de creer que estoy mejor y eso, si me hace bien ¿por qué lo tendría que rechazar? Es decir, al no creer en Dios, uno pierde la oportunidad de usar en esta vida a “algo” -si no queremos llamarlo Dios- que nos ayude a encontrar consuelo a las penas que se tiene y, llegado el caso, a utilizarlo para hacer que la sociedad sea más justa y menos cruel.
- Por eso te digo, dilecto camarada, que para ser ateo, hay que ser soberbio, ya que un ser humano humilde y manso no debiera correr ningún riesgo y por lo tanto siempre le convendría creer en Dios.
Y yo le pregunté: ¿entonces tú eres soberbio?
Y todavía puedo jurar que noté un brillo maléfico en sus ojos, cuando sonriendo, me respondió:
- Desde toda la eternidad, apreciado amigo. Y lo mejor es que casi no se me nota, ¿No es así?
Dicho eso, se levantó de su asiento y sin despedirse, se fue a su habitación.
Y después de esa noche, nunca más lo vi.
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