PRUEBA DE FUEGO

Cuando se fue, temprano por la mañana, me hice el indiferente, estoico, aunque por dentro la preocupación me corroía. Había que asumir los hechos y afrontar la realidad.

Mi primera tarea fue levantar a mi hija mayor para que fuera a la escuela. Después del aseo necesario tuve el gran problema de peinar sus trenzas, al extremo que optó por hacerlo ella misma a pesar de sus seis años. Luego, mientras desayunaba, debía preparar su lonchera. ¿Una fruta, un yogurt, un sándwich, leche, galletas? Pues todo eso. A los pocos minutos pasó el bus a buscarla.

Eché una mirada al nene de cuatro años que dormía plácido y me quedé analizando lo que tenía que hacer. Más allá del aseo diario, la mayor dificultad era cocinar. Con suerte podía freír un par de huevos y no me pareció muy sano para mi hijo. Recurrí a google y “aprendí” a preparar tallarines con salsa. Al menos quedaron comibles.

Había que lavar algo de ropa. No pude entender esa máquina infernal. Chorrocientos botones que no me decían nada. Nuevamente me salvó mi hija.

Resolvemos las tareas de la escuela y juego un rato con los niños.

Anochece. Acuesto a mis hijos. Me siento largos minutos al borde de mi cama. Está helada, enorme, vacía e infinita. Debo reconocerlo. Qué bueno que María vuelve mañana de visitar a mi suegra.