En tiempos pasados los terrenos destinados para panteones servían a los habitantes del pueblo para cortar camino, estaban llenos de senderos que caminantes y jinetes ocupaban para llegar más rápido a sus destinos. A los que le agarraba la tarde o la noche, pasaban por el cementerio de la ciudad de Rivas con miedo a que también los agarrara algún ser espectral, cuentan los rivenses que hubo un tiempo que allí se escuchaban lamentos sollozantes, muchos aseguraban haber visto a una mujer llorando sentada sobre una tumba, sabían que era un alma que andaba penando pero nadie sabía el por qué. “…Pues si esa mujer no murió trágicamente,” decían los que la conocieron, no encontraban motivo alguno para que su alma anduviera penando, pues la creencia popular dicta que si uno después de muerto su alma se queda es porque algo dejó inconcluso al morir repentinamente o algo de valor está cuidando, bueno, hay tantas razones más, pero ninguna de esas razones se le conocía a la mujer enterrada allí, hasta que un día sus familiares decidieron desenterrarla y al abrir el ataúd notaron con sorpresa que su cadáver esquelético tenía las manos a la altura de su rostro con los dedos encogidos y destrozados, tenía la boca abierta como pegando un grito, ¿Pero qué es esto? Preguntó muy alarmado uno de los presentes que al sospechar lo que había ocurrido dirigió su mirada a la parte interna de la tapa de la caja; estaba arañada. Más horrorizados que antes, todos comprendieron que la pobre mujer había sido enterrada viva y la posición en que se encontraba y los arañasos en la tapa era por la desesperación de salir de su encierro, también comprendieron que esa era la causa de su alma en pena. Le dieron nuevamente cristiana sepultura y desde entonces se acabaron los lamentos y no se vio más un fantasma, por lo menos no en esa tumba.
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