Una extraña situación se vivió durante dos semanas. Los pájaros parecían estar inquietos y revoloteaban sin dirección definida por los azules cielos. Los animales abandonaron su hábitat y se perdieron por los valles hasta lugares imprecisos. Al parecer, algo nefasto iba a ocurrir y sus sentidos les habían avisado con premura que huyeran de lo que se presumía sería una catástrofe.
Sin embargo, nada ocurrió durante semanas, pero provocaba inquietud en los pobladores que no se escuchara ni un trino, ni un ladrido, ni siquiera el chillido agudo de los roedores.
Pronto, ocurrió lo impensable. El enorme volcán, cuya actividad se encontraba extinta desde hacía una enormidad de tiempo, comenzó a emitir una delgada fumarola que se fue ensanchando con el pasar de las horas. Las ciudades circundantes se preocuparon ante tal extraño fenómeno y comenzaron a atar cabos, pero los científicos pronosticaron que éste era sólo un suceso tardío y por supuesto, inesperado, ya que era impensable que el volcán tuviese algún atisbo de actividad, extinguida hacía siglos.
La fumarola, empero, comenzó a ser vista desde ciudades lejanas, ya que se elevaba por varios kilómetros. Las autoridades, cautelando el orden, llamaron a la gente a no preocuparse, porque una erupción era imposible. Pero, nadie se calmó y muchos comenzaron a abandonar las ciudades, ya que es sabido que la verdad oficial, casi siempre está enfocada en evitar la alteración del orden.
Ni siquiera cuando comenzaron a tronar las vísceras de ese titán, cuya muerte había sido oleada y sacramentada por múltiples vulcanólogos, la autoridad cambió su tono mesurado. Muy por el contrario, previendo que el pánico podría provocar muchas muertes, puesto que nunca es fácil el traslado de miles de personas, dejar que algunos abandonaran las ciudades de forma individual, sin el patrocinio gubernamental, era mucho más saludable y menos comprometedor para las autoridades.
Esa noche, el volcán comenzó su terrorífica pirotecnia, acompañado todo esto del espeluznante convite de rayos y lluvia de lava y ante el brutal espectáculo, no quedó más que huir en desbande. Los caminos se hicieron pocos y entre gritos de terror, los pobladores sólo pedían que ese apocalipsis no los alcanzara.
Un escritor, ajeno a todo, lo contemplaba todo con rostro alucinado. Quería ser el cronista privilegiado, el cantor de una epopeya de la cual era el único personaje. Y el volcán lo respetó y nada le hizo, acaso porque después de milenios de silencio, estaba hambriento de gloria, y de alguien que la narrara.
Yar, continúo describiendo ese horrible y a la vez fascinante espectáculo, contento de que al fin del volcan Xinantecatl tronara su milenario lamento y él estuviese a sus faldas para escribirlo de manera precisa.
Coloco diez votos de antemano por esta narración aún no escrita del querido escritor, al que saludo con mucho afecto.
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