Criaturas
Huiloconetl era huérfano. Sin que nadie atestiguara había sido abandonado en las puertas de un Calmécac o escuela donde se instruía a futuros sacerdotes y guerreros aztecas. Sin embargo, Teotl, el tenebroso, quien era el sacerdote más viejo y enigmático, que se rumoraba que los dioses le comunicaban sus deseos que él cumplía sin importar su naturaleza veleidosa, intuía el origen del niño. Durante los primeros años lo único diferente era su carácter huraño y sus puntiagudos omoplatos que simulaba una pequeña giba bajo el huipilli. El decurso mezquino del tiempo develó características y habilidades diferentes que provocaron el escarnio de sus condiscípulos. En la adolescencia las diferencias se extremaron, sus ojillos transmutaron adquiriendo una pigmentación rojiza, obtuvo pelaje en todo el cuerpo y la joroba aumento de tamaño, de modo que las burlas se transformaron en miedo y desprecio, especialmente en las mujeres. Ese denigro laceró su sensibilidad aislándose del mundo. Se refugió en las letras aprendiendo las mejores técnicas narrativas de tal modo que casi cualquier género literario caía bajo el poder de su plectro.
A través de la escritura pretendía mostrar que no era tan diferente, convencer que entre todas las criaturas hay más similitudes que diferencias. Recibió ayuda en forma anónima, misteriosamente dejaron la historia completa de una caterva de criaturas que si representaban una amenaza para la humanidad, el escrito, en pellejos de venado, estaba plagado de las imágenes de las criaturas míticas e iracundas y sus secretos; publicarlos contravenía un canon de la cosmovisión Mexica.
¿Él ignoraba la regla?
Tal vez, lo cierto es que para lograr la excelsitud de su obra, atestada de criptogramas, se valió de conceptos e historias que traspasaban la membrana prohibida de mundos que se creían fantásticos. Huiloconetl desplegó en la narración una intrincada trama con criaturas mitológicas de quienes mostró sus perversidades y desnudó sus debilidades con el único propósito de exultar su novela de entresijos que formaban pequeños núcleos dramáticos. Ese atrevimiento significó la transgresión del estatuto que salvaguardaba las íntimas flaquezas de las bestias que demandaron la vida del escritor.
Su sueño era no provocar miedo, ahora vivía en desasosiego por la amenaza. Se escondió en una cabaña incrustada en uno de los lomos erizados por robles de Tonatiuhichan, paraíso regido por Tonatiuh, donde permanecían las almas de los guerreros en continuo placer y deleite, sin sentir ya jamás tristezas, dolor o disgusto. Ese lugar estaba resguardado por una figura del propio Tonatiuh que guardaba en su vientre terroso enigmas de solución imposible. De modo que los enigmas suponían ser una infranqueable contención que doblegaría la voluntad de las bestias más tenaces.
En el refugio la luz achacosa de una candela alumbraba a medias la mesa de trabajo de Huiloconetl. Durante los últimos años, abandonando su prurito intelectual, sometía su obra a las más interdictas expresiones de la escritura, la había convertido en un palimpsesto que reescribía cada noche para subsanar su error, pero apenas corregía las características de las criaturas, se diluía su esencia hasta convertirlas en seres inefables.
Pese a fiarse del resguardo de la figura de Tonatiuh, tres golpes en la puerta desmoronaron su confianza. Desde que inició el libro sabía que algún día lo buscarían, el llamado tal vez anunciaba la presencia de los que esperaba desde hace años.
Dejó de recorrer la vista por las letras tortuosas y la dirigió hacia la puerta. Lo primero que le vino a la mente fue preguntarse cuál de todas las entidades de las que escribió había tenido el empaque físico y la argucia mental para solucionar los enigmas. Todas las criaturas de las que escribió conocían no sólo el lugar donde vivía, también sus temores y pesadillas más íntimas. Imaginaba que tal vez fuera un nahual o Huaychivo que era una criatura metamórfica capaz de cambiar su forma física a cualquier otra forma animal o incluso en formas humanas a voluntad. Sea cual fuese la que estuviera detrás de la puerta, debía esperar que le abriera, de otra forma no podría entrar.
Soltó el cálamo atiborrado de tinta y ordenó las notas desparpajas sobre la mesa mientras pensaba: “Será qué Dzúlum, pero desecho la idea al recordar que ellos sólo ejercían fascinación por las mujeres”.
Transcurrieron algunos minutos en que el miedo se incubó en todo su cuerpo. Tres nuevos golpes sonaron en la puerta. “Es posible que sea un Ahuizotl, criatura parte coyote y parte mono con una mano en su cola, orejas puntiagudas y cubierto de pelaje gris oscuro de aspecto resbaladizo similar a las texturas del cactus. De ser uno de ellos me robaran el alma y mi cuerpo aparecerá a los tres días después de arrancarme los ojos, las uñas y los dientes”, pensó el escritor frotando sus manos sudorosas.
Se retractó al escuchar otros tres toques, imaginó que podía ser un Ixpuxtequi criatura humanoide con patas de ave y sin mandíbula inferior. “Él se personifica como el viento que se enreda en las copas de los árboles. No. No es uno de ellos, me hubiera llamado por mi nombre”. Mas no se atrevió a abrir.
“¿Y si fuera la mujer búho?”, dedujo al escuchar la insistente llamada, “¿Quién, más que ella, con la confianza para visitarme a esta hora?”. Continuó clavado en el banquillo sin apartar su mirada de la puerta esperando que todo fuera un desagradable sueño para despertar a la menor oportunidad.
Otros tres porrazos en el portón le recordaron que no dormía. “No debo temer si son Tlemóyotls, los mosquitos de fuego, a ellos sólo les interesa comer animales”.
Pasaron minutos cruciales sin escuchar los quejidos del portón en los que Huiloconetl creyó que su estabilidad mental se desgajaba. “Se fue”. Una sonrisa comenzó a trazarse en su rostro, poco duró su alegría, su boca se torció hasta quedar en una mueca de espanto.
Los golpazos aumentaron en cantidad y vigor. El que llamaba se impacientaba, tendría que abrir, lo esperaba desde la primera frase que escribió. Fueron muchos años de espera. “Esa forma de tocar es propia de los Chaneques, criaturas de alrededor de un metro de altura, de cuerpo deforme que carecen de la oreja izquierda dotados de gran fuerza, ferocidad y astucia que hacen perder el tonalli o el espíritu asociado con el día de su nacimiento”.
No fue hasta después de tres golpes más que Huiloconetl, de su joroba, desplegó sus alas al levantarse del sillón, con el rostro pálido y el cuerpo tembloroso como si estuviera supeditado a una potestad superior. “¿Abro o escapo volando?”
Una serie de golpes a dos puños le impulsaron hacia la puerta. El sudor mojaba el pelambre del abdomen. “Es Xochitónal , la lagartija verde gigante que custodia el octavo nivel del inframundo”, pensó.
Llegó hasta la puerta y con osadía, dispuesto a resistir cualquier impresión, la abrió con la mano derecha apergaminada, mientras con la izquierda detrás de su espalda sujetaba una navaja de pedernal. Tras la puerta encontró un rostro bello. Casi sin titubear ni experimentar temor sostuvo por un instante infinito su mirada. De pronto, le vino una lasitud en su ánimo, el impacto emocional fue mayor a lo esperado por su débil corazón, para él era la más cruel de las criaturas: ¡Una mujer!, fue lo que arrostró Huiloconetl, el hombre polilla, antes desplomarse. En el suelo, en sus últimos estertores observó las garras de águila entre los dedos de los pies, lo visitaba su madre, Iztpapalotl una diosa azteca, mitad mujer mitad mariposa que había sido expulsada de los cielos por copular con sacerdote.
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