Es cierto. Los homenajes póstumos suelen ser una terapia para los vivos, una terapia para la incurable sensación de perdida. Y es que, cuando algo nos falta, lo último que hacemos es aceptar la ausencia, y si no encontramos lo perdido, es reemplazado con copias inexactas, que terminan por acoplarse a la memoria. Claro que para los que creen en la vida eterna, sólo existen las ausencias físicas, pues la terapia no consiste en “hacer como si el muerto estuviese vivo” sino en legitimar su acto de fe por medio de la presencia de lo ausente, presencia cuya realidad es incuestionable desde la fe, de ahí a que nadie se atreva a decirle a la mayoría que, las flores, el cementerio, las oraciones, las cenizas, el aniversario, y todas esas convenciones no tienen más sentido que postergar la amarga sensación de pérdida. Así sucede más frecuentemente tal vez con las parejas. Ese mágico vínculo que muchas tardes y noches ilumina los sueños de muchos, termina por hacerse una pesada realidad, que a priori no debiese ser pesada, sino todo lo contrario, una realidad cuyo vínculo –al igual que la fe-convierte la existencia en algo digno de ser vivido, en algo que se desea, y para lo cual se lucha contra todo tipo de obstáculos, que la mayoría de las veces, nacen fuera de la voluntad. Desde éste punto de vista el amor es, perecedero. Y con esto no quiero decir que el amor siempre es finito, que no existe el amor verdadero, o que todo tipo de amor está condenado al fracaso. Que el amor es perecedero, significa que participa de un ciclo tan humano como el mismo acto de amar, que es la constitución en el tiempo, a través de las experiencias, del contenido por el cual se conoce el amor mismo, es decir, el amor no es más que la experiencia de amor. Porque, el amor, lejos de ser una idea en sí, o algo que tiene vida propia, no es más que la encarnación de un sentimiento –o muchos sentimientos particulares- que, la mayoría de las veces, suele ser mutua. A ésa minoría que sufre las consecuencias del amor no correspondido no me queda más que darles todo mi apoyo moral, después de todo, me parece muy dignificante asistir a una guerra sabiendo de antemano que nos espera la derrota, o peor aún, que otros guerreros, -que probablemente llevan más tiempo en batalla- ya conquistaron el tesoro. Pero como hemos dicho que el amor no es una idea sino la encarnación del vínculo de afectos recíprocos, no debo especular sino hablar de mi propia experiencia. Me parece lo más adecuado en éstos momentos, sobre todo cuando lo que se busca es rendir un homenaje póstumo a las ausencias (que como ya sabemos, alberga secretamente el objetivo catártico que estas cosas tienen porque, rendirle homenajes a mi antigua novia, es lo último que haría en mi vida). En fin, siempre suele decirse que algo se valora más cuando no se tiene. En mi caso, lo he comprobado tristemente, sin indagar en los motivos de este curioso fenómeno, pues temo llegar a conclusiones no muy lejanas a la misantropía o esquizofrenias parecidas. Sin embargo, me he dado cuenta que lo que se valora más es el recuerdo de lo que se tuvo, situación que resulta bastante obvia al ser enunciada pero que merece, a mi juicio, más atención de la que cotidianamente le es dada.
Decimos que se valora el recuerdo porque ése algo, que en éste caso es la pareja, deja de existir como tal en el trágico momento de la ruptura, y comienza a existir en un dominio diferente, llámese tortuosa amistad u olvido, pero fuera de la dimensión de pareja. Por tanto, éste dominio distinto también cobra valor para el instante que precede a la relación formal –estado cuyo límite fijaremos necesariamente en el beso y no en el flirteo inicial- ya que todavía no existe dicho vínculo formal o prácticamente establecido. Retornando a la experiencia,el sentirme enamorado antes de comenzar mi antigua relación, puede haber sido un simulacro o un cuento de hadas, porque si bien puedo jactarme de haber conocido perfectamente a mi, en ese entonces, mujer ideal, lo que conocía de ella provenía del dominio de la amistad no de la pareja por ende, no la conocía como tal, y dado que el amor al igual que el hombre (hemos dicho que el segundo encarna al primero) se constituye en la experiencia, mi enamoramiento o bien, tenía pretensiones de amistad o era absolutamente idílico. Ahora bien, el sentirme enamorado o no después de la ruptura encierra el mismo problema temporal. Aunque ahora se cuenta con datos objetivos que la experiencia en pareja otorga, hacer juicios a posteriori en un dominio distinto no me exime de mi estado de ánimo del momento. Por más que el dato que sea objetivo, el juicio nunca lo será. En fin,no se busca aquí hacer una teoría del fracaso ni menos comprobar cuando amargo resulto para mi el proceso de desenamoramiento, sino que sencillamente rendir un homenaje póstumo a lo que fue. Homenaje en su sentido más estricto, es decir, rescatar con algo de honor lo que merece ser rescatado de una relación terminada. Prosiguiendo, no quiero restarle importancia a la hermosa etapa pre-vínculo formal cuyo medio esencial es la seducción y el fin que se persigue la conquista, pero claramente, no es lo más importante de la experiencia de amor, sino un instante necesario pero cuyo centro está en mi, y en el éxito que se persigue buscar. Aquel que desea vivir constantemente en ésta etapa, le recomiendo ir a vivir siete años en el Tibet, leer “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera o “El gigante egoísta” de Oscar Wilde. (Advertencia: las tres opciones lo conducirán a fines diametralmente opuestos, pero dado su naturaleza relativista este detalle le resultará insignificante). |