Nunca quise ser, pero sin embargo fui un testigo de excepción. Esto incomodó un poco a Jehová, que hacía con especial dedicación, según él, su última tarea. Pero eso sí, como siempre lo repetía, la más importante.
Sus alados siervos, asexuados seres, lo rodeaban, cargando el estigma de la imposibilidad de repetirse o prolongarse siquiera por una generación y Jehová los espantaba como a aves molestas que minaban su concentración de millones de siglos.
Moldeaba con sus manos el barro de la vida con delicada paciencia y creaba ángeles a cual más hermosos, cuyo hálito de vida terminaba cuando él los olvidaba y se convertían en halos transparentes cuyo suave perfume inundaba el paraíso.
Mezclaba la greda sagrada con ingredientes de alegría, bondad, sabiduría, extraídas del lado claro del jardín del Edén y fue allí donde le dije:
_ ¡Por eso te salen ángeles!, agrégales también hierbas del lado oscuro- y le di un poco de soberbia, maldad y odio. Y el buen Dios me hizo caso. Y creó al hombre.
Por mucho tiempo fue un ser insípido, ni ángel ni demonio, con encorvado caminar, hasta que Dios y aquí no intervine, le creó un compañero.
-Hazlos diferentes- se me ocurrió decirle. Ponles sexo.
Y esta vez el buen Dios mirándome con ojos divinamente extraños también accedió y creó a la mujer. Despertaron. Se miraron dulce y amigablemente y caminaron por el verde prado.
Dios entristeció. Sólo son ángeles diferentes, me dijo.
Corrí hacia el lado neutro del Paraíso y extraje un poco de luz que emergía de un volcán y se lo traje entre mis manos.
-Se llaman hormonas-le dije- sólo tú podrás inundarlos con tu magia.
Y así lo hizo. El hombre miró con otros ojos a la mujer y esta sonrió coqueta.
Así empezó todo. Dios estuvo muy feliz de no seguir fabricando ángeles, viendo como los recién creados se reproducían y les aseguro que no miento cuando les digo, aunque tenga que seguir arrastrándome hasta que el mundo acabe, que eso de la manzana que les entregué, es puro cuento…
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