Siddhartha creyó incorporarse con dificultad. Las piernas flacas parecieron crujir en sus goznes. Su espalda reacomodó las vértebras apenas cubiertas por un tegumento de nervio y piel donde aún se adherían algunas hormigas aplastadas contra el árbol en que se recargara.
El pelo largo caía agreste sobre el rostro demacrado y cubierto de polvo, polen y hojarasca que Siddhartha se desprendió con su mano esquelética.
Abrió los ojos llenados de golpe con las imágenes de tres mujeres desnudas apenas ataviadas con unos velos talares que ondulaban con el aire. Sonreían voluptuosas, entornando los ojos velados por el deseo.
Se acercaron a él, exhibiendo los senos enhiestos de pezones duros como avellanas, los pubis ornados con un vello terso que matizaba los labios tumefactos y húmedos.
Una acarició la mejilla de Siddhartha y acercó su boca fragante a zarzamora a su oreja, que lamió; otra le dirigió la mano al vientre tembloroso descendiendo los dedos como de fuego; la tercera lo abrazó por atrás, comprimiendo los senos turgentes en la espalda huesuda.
Siddhartha bajó la mirada al suelo cenagoso, donde pululaban insectos oscuros y gasterópodos que se arrastraban hacia los pies de las mujeres. Había algo raro, oscuro, en lo que ocurría. Inhaló hondo y entendió lo que era. Bajó los brazos y los abrió hacia los flancos para detener a las mujeres, que retrocedieron un poco, sonriendo con ironía.
Entonces Siddhartha reparó en un samana acuclillado, con la cara encajada en el pecho, quien se incorporó dejando ver su rostro lánguido de ojos severos.
El samana se aproximó a Siddhartha aplastando a los animales que seguían supurando. Las mujeres terminaron por replegarse hasta llegar a un hombre cubierto por una túnica, quien abrió los brazos para recibirlas, en tanto las facciones de las ninfas se afeaban por el despecho.
Siddhartha sesgó la mirada hacia el hombre de la túnica, cuyo gesto sardónico devino una mueca maligna que transmitió un estremecimiento eléctrico a Siddhartta, cuyo vello se erizó hasta la nuca.
El samana posó una mano en el hombro de Siddhartha y lo requirió: “Señor…”
Siddhartha enfocó su atención en el samana, cuyos rasgos parecían refulgir.
“Señor, no temas a los demonios, pues ellos son quienes deberían inclinarse ante ti”, musitó el samana.
Siddhartha estrujó el ceño y dijo: “¿Por qué debería ser así, samana?”
“Tú sabes por qué, Señor”, respondió el samana.
Siddhartha cerró los ojos y supo que había experimentado todo con su ser incorpóreo, que se replegó hasta su cuerpo real en meditación junto al árbol sagrado. Ya ahí, aspiró reinstalando el flujo de su fuerza vital en las arterias, los tendones y los órganos, ahora en armonía con el calor del sol, el flujo de la savia en el árbol y el andar tenaz de algunos escarabajos iridiscentes y de varias hormigas apremiadas balanceando artejos de saltamontes.
Siddhartha volvió a respirar, y al izar los párpados se supo incrustado en el mundo, del que se había desprendido por fin el velo de las apariencias; mundo que apreció con los ojos compasivos y alertas de un Buddha.
|