Después de haber terminado la jornada, llegué a mi casa, entré a mi cuarto y me senté en la silla del computador, contemplé una imagen que me recuerda con amor el sentido de ser docente “un Jesús rodeado de niños”, no sabía que pensar, me quedé varias horas sentado esperando a que me llegaran las ideas, cómo iba a hacer yo para activar la presencia y cautivar a mis “pequeños gigantes”, donde más que una sesión de aprendizaje fuera la posibilidad de VIVIR Y SENTIR EL ACTO DE EDUCAR.
Así que abrí el buscador de internet, ni siquiera sabía con qué palabras claves buscar, me topé con artículos sobre el ser docente, sobre el papel del maestro en el aula y el del estudiante, todos hablaban sobre los roles que desempeña cada uno de estos sujetos y consideré que ninguno concordaba a mi realidad. Luego de mucho buscar me encontré con un documental titulado “entre maestros”, el libro “veintitrés maestros de corazón, un salto cuántico en la enseñanza” y una propuesta alternativa “educar empoderando” de Carlos González, profesor de matemáticas y física. Cuando comencé a contagiarme de lo encontrado me pareció toda una utopía porque se trataba de convertir al estudiante en su propio maestro de vida, con autonomía, con una filosofía propia del pensar, hacer y sentir, sin embargo me refugié en la posibilidad de poder lograr despertar la sensibilidad en mis estudiantes porque ellos solo van a la escuela por ir, “aprender por aprender” en un proceso que por más que sea didáctico se convierte en mecánico ya que sus personalidades no gozan de vida, los sentimientos y comportamientos encontrados en un aula de clase no desvelan al estudiante sino que son el resultado del hacinamiento, el tedio y la aburrición, donde no hay educación para la autonomía pues esta es dirigida desde la autoridad y no desde la toma de decisiones pues es ahí donde el estudiante se enfrenta en un debate interno de qué hacer. El maestro es un sol que al llegar al aula de clase ilumina a todos pero también los opaca porque los estudiantes son estrellas con luz propia pero que con la luz del sol no se ven en el día. Siempre he querido que mi clase sea un espacio para la libertad, respetar y valorar la diferencia como motor de aprendizaje intercultural, para la autonomía, autoconocimiento y la construcción de los saberes, donde yo como maestro también sea un estudiante que aporta a la clase.
Me di cuenta que ellos a los que con cariño les llamo “hijo”, “hermanito”, “nanito”, “compatriota”, “chicuelo”, entre otros, desde ya son maestros de la vida porque tienen su filosofía propia del cómo vivir y convivir, esperaba entonces hacerlos consientes de eso y que sus miradas fijas dejaran de ser estáticas. Leí y observé meticulosamente, re-pensando mi forma de educar.
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