Eran las once de la mañana y me disponía a revisar la evaluación que les había realizado sobre suma de números enteros, estaba confiado en que todos sacarían una buena calificación ya que este tema lo estudiamos durante casi dos semanas con diferentes actividades; así que minuciosamente examiné cada evaluación; en la primera que revisé me sorprendí un poco pues ninguno de los resultados era el correcto su calificación fue de 1.0, pensé entonces que no había repasado lo suficiente y que tal vez necesitaría un poco más de ayuda ya que Natalia no se ha destacado muy bien, así que continué y de nuevo me topé con otro 1.0 ya estaba imaginando que era una broma de mis estudiantes, es que ellos suelen hacer ese tipo de cosas; a la tercera otro 1.0 ahora si estaba preocupado, cada vez que revisaba una evaluación me angustiaba más, la calificación para todos fue la más baja. Cuando terminé no sabía qué hacer, si pasar la nota a la planilla, estaba muy desilusionado y me cuestionaba sobre mi quehacer docente, así que decidí ir donde Claudia, la coordinadora académica del colegio, a contarle lo que sucedía; le expliqué y hasta le dije si era que yo no preparaba bien mis clases, ¿si estaba haciendo lo correcto?, al responderme me dijo:
- Los estudiantes de hoy no son los mismos, NO QUIEREN HACER NADA, esos son los gajes de la educación, eso pasa.
Me hice a un lado de la puerta, me despedí y mientras iba por el pasillo me gritó: ¡ÁNIMO!, la verdad casi lloro.
Decidí entonces, en aquella tarde, pasar la nota a la planilla y elaborar un taller de retroalimentación, para ellos ya no habría juegos, ni momentos de lúdica matemática, pues me dedicaría a las clases magistrales, tal vez funcionarían mejor y lo que había aprendido sobre métodos basados en Montessori y otros pedagogos lo iba a dejar a un lado, preparaba entonces un discurso para “jalarles las orejas”. ¡Pobres, me iban a escuchar!
Al día siguiente, llegué al salón con las evaluaciones en mano, tenía una expresión en mi rostro de desilusión, enojo y seriedad, los saludé muy diplomáticamente y en medio de la algarabía me atreví a pedirles silencio, como maestro necesitaba sentirme escuchado por ellos, así que poco a poco fueron ingresando al salón, sentándose, sacando de sus bolsos el cuaderno de matemáticas, en fin.
Espere a que todos estuvieran dispuestos, entonces les dije con enojo:
¡¿Qué es esto?! Muchachos…yo no sé si soy yo, o son ustedes, o es que no me entienden, o si es que no repasan lo suficiente, yo no sé, la verdad es que no sé. Después de haber desarrollado tantas actividades y entregado ejercicios para que repasaran y de haberles dicho que cero perdida en esta evaluación, resulta que la mayoría la perdió con 1.0 y solo tres la ganaron. ¿Qué es lo que está pasando aquí?
Estaban muy sorprendidos por lo que les decía, algunos hasta trataron de refutar pero sabían que no les mentía, así que les orienté el taller de retroalimentación y dije que a nadie se obligaría hacerlo, cada cual miraría qué hacer.
Luego comencé a hablarles acerca de la multiplicación entre números enteros y a explicarles con ejemplos, mientras lo hacía me di cuenta que a pesar de que me miraban fijamente, muchos de ellos no estaban presentes en la clase, entonces mi cabeza fue rodeada de nuevo por preguntas, me cuestionaba si lo qué estaba haciendo era lo correcto, me vi desde a fuera y vi que estaba logrando, de cierta manera, hacer ridículo porque era alguien tratando de ser maestro, como un payaso de médico.
No sé… aquellas últimas clases no habían sido las mejores pero tampoco de las peores porque reconocí que solo estaba yendo a enseñar, a trasmitir un saber a seres que parecían estar vacíos pero sabía que no era así, que había más tras aquellas miradas estáticas.
Por el contrario, otros mostraban movimiento, conversaban, no prestaban atención, no les importaba escuchar y otros que se esforzaban por preguntar, alzaban la mano y escribían lo del pizarrón, tratando de entender lo que les decía.
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