Hay un video-club a escasos doscientos metros de donde vivo. Pero esos doscientos metros dan para mucho. Siempre que los recorro me pasa lo mismo: mi ciudad, Santa Coloma de Gramenet, debería cambiar parte de su nombre para pasar a llamarse Santa Coloma de Babel, porque es impresionante la mezcla de nacionalidades, tonos de piel y lenguas en casi todas sus calles. En esos doscientos metros encontramos un locutorio regentado por bengalíes, o bangladesíes, que ni los diccionarios se ponen de acuerdo; un bar regentado por marroquíes; una peluquería-locutorio-colmado africano; otro colmado latino; una carnicería marroquí y una tienda de esas que tienen de todo china. Y paseando por la calle te encuentras con sonidos árabes, chinos, hindúes, subsaharianos, latinos, andaluces, gallegos, catalanes... , como si fuéramos una representación en proletario de los pasillos de la sede de la ONU en Nueva York.
Ante tanta mezcolanza de nacionalidades, la mayoría de ellas recién llegadas a nuestra ciudad, es fácil entender que haya gente que tenga la sensación de estar siendo “invadidos”, como si su barrio ya no fuera el de siempre, como si estuviéramos perdiendo identidad. Pero, por más que comprenda, no comparto. Quizá tenga algún gen que me impide ser xenófobo, a pesar de los evidentes problemas de convivencia que surgen con tanto ciudadano nuevo y de tan diferentes culturas.
De hecho, sólo los “pijos”, los “fresas” o los “snobs”, como prefieran llamarlos, son los que sufren de tanto en tanto un ataque de progresismo mal entendido, cuando no perverso. Son ese tipo de gente que, en cuanto comienzas a mencionar que a veces hay problemas de convivencia, te saltan a la yugular tachándote de poco menos que racista. Es decir, son más papistas que el papa. Claro, ese tipo de gente suele vivir en las zonas altas de Barcelona, donde los pocos inmigrantes que viven por allí son gente acomodada, no el emigrante que ha llegado a nuestro país en pateras y que se mantienen sobreviviendo como pueden, porque nuestra ley de extranjería tiene un su interior una cruel broma: para tener papeles han de tener contrato; pero para tener contrato, han de tener papeles. Es fácil adivinar que una situación así crea serias frustraciones en muchos de esos emigrantes que llegaron aquí llamados por el canto de sirena que occidente proclama a través de los medios de comunicación.
Tanto es así que incluso han descubierto una nueva enfermedad en emigrantes de otras culturas tan lejanas a la nuestra como la hindú. Resulta que muchos de estos hombres se han gastado los ahorros de toda su vida para llegar hasta aquí. Su deber es asentarse, ahorrar todo lo que puedan y, en cuanto puedan, traer a la mujer e hijos que han dejado allá en Bangladesh, o en la India, o en Pakistán. Pero muchos de ellos, tras varios años intentándolo, se encuentran que siguen igual. No logran obtener los papeles y, como la vida aquí es tan cara, sus empleos precarios apenas les da para sobrevivir. Y con sus familias a miles de kilómetros. Pues bien, estos hombres sufren severas depresiones. Pero como en su cultura no se conoce la depresión, esa frustración se sublima y se convierte en un fuerte dolor de estómago, ya que en ciertas culturas las emociones están ligadas al abdomen, a las entrañas, como los antiguos griegos. De hecho esta forma de expresarse la depresión la descubrieron tras atender médicamente a muchos emigrantes aquejados de pinchazos en el abdomen que no obedecían a causa física alguna.
Y no deja de ser, involuntariamente, un símbolo de lo que afecta a sociedades opulentas como la nuestra. Ese occidente de estómago lleno y complacido, que presume de barriga satisfecha por los mejores manjares, atrae con moral obscena a miles, millones de seres humanos que a veces se ven condenados al dolor más duro: el menosprecio por parte de muchos –ese extranjero me quiere quitar mi trabajo, es decir, me quiere quitar el pastel- y la actitud conmiserativa –pobrecitos todos ellos, acojámoslos a todos en nuestro seno, pero por favor no en mi barrio, que para eso están los pobres- de ciertas clases pudientes.
Y, mientras tanto, hay por ahí hombres que les arden las entrañas porque no acaban de entender qué coño han hecho para que les hagan sentir como una mierda.
Por fortuna, entre mis calles, también se pueden ver chiquillos de todos los colores que, ajenos a estas miserias, comparten juegos y risas. Ojalá lo puedan hacer de adultos.
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