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Un cielo de algodón turbio se enconchaba sobre San Pedro de los Gorgojos desde una semana atrás, y no era extraño que los días comenzaran con “una jodida llovizna”, como se quejaba el ermitaño Isaías con su burro Melquíades, a quien de vez en cuando le soltaba sus buenos mandarriazos para que se apurara a llevar los guajes de agua que el viejo acarreaba desde un pozo cercano para distribuirlos entre media población.
De manera que Isaías se las había arreglado para enredarse en su jorongo y sellar su cuerpo flaco y correoso con un plástico como impermeable, cubriendo su cabeza de escasos pelos desganados con un sombrero de palma carcomida por el arrastre de los años.
No ocurría lo mismo con Melquíades, quien ascendía los cerros atenazando sus patas garraletas con heroísmo, mientras los ojos globosos parecían a punto de salir despedidos como chapulines, dejando incompleto el rostro manso de cuyo pelambre escurrían infinitos filamentos de agua con todo y las liendres desprendidas a la mala del lomo esquelético.
Pero la molestia de Isaías no se debía al mal tiempo, sino a las noches de sueño truncado por las legiones cabales de gorgojos gordos arrancados de su letargo por la persistencia de la humedad. De forma que desde el inicio de las lluvias Isaías había sido despertado por los insectos que hurgaban en sus pies terráqueos con la misma curiosidad que empleaban para explorar el resto del cuerpo engurruñado sobre el catre.
Por todo eso no era raro descubrir al anciano despierto a media noche mientras se las arreglaba para encender un cebo, estrujando los huaraches con los que se la pasaría despanzurrando a los insectos dispersos en su jacal como efluvios del pecado.
A esas alturas a Isaías no le interesaba el despliegue iridiscente de los gorgojos de probóscides rudimentarias que emergían de las carillas metálicas intrigadas por cada resquicio de la guarida del viejo. De modo que el hombre de ojos aún embotados por el sueño arremetía sin contemplaciones contra los insectos cuyo pasmo inquisitivo cesaba para siempre al ser embarrados con todo y patas sobre el piso de tierra apisonada, las paredes de carrizos entreverados o el propio catre apenas dignificado con unos pellejos de borrego sobre los que reposaba Isaías.
La implosión de los gorgojos se dejó sentir en el poblado, pero no todos respondieron con la cólera santa de Isaías, pues en otras partes los niños aprovecharon para capturar cientos de ejemplares que embutieron en totumas tapadas con platos de barro, y muchas abuelas de cuerpecitos consumidos como pasas no se tocaron el corazón para liberar a gallinas y pollos glotones que se dieron vuelo picoteando bichos.
Pero eso ni le iba ni le venía a Isaías, quien nada más acordarse de la noche previa, hasta le soltó otro “guamazo” a un Melquíades que se detuvo por la indignación, provocando la caída aparatosa del viejo al trompicarse con una piedra tras la cual media docena de gorgojos mordisqueaban varias yerbitas insípidas, sin importunarse lo mínimo ante la queja amarga donde el viejo recordaba cada rama del árbol genealógico del burro que para colmo empezó a rebuznar.
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Texto agregado el 22-07-2014, y leído por 553
visitantes. (4 votos)
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Lectores Opinan |
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22-07-2014 |
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En mi versión de la Biblia de Reina Valera (1960) no aparece esta historia. Le consulto: me vendieron una edición corregida y disminuida (aumentada no puede ser) o debo cambiar de religión y hacerme mormón o seguidor de Sai Baba? Lo pregunto porque su texto me ha gustado. Demasiado. ¡Cinco rebuznos bien afinados! gimaf |
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22-07-2014 |
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!Extraña historia! En la ficción todo es posible. Una historia bien contada. Un saludo afectuoso y ***** NINI |
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22-07-2014 |
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Es tan gráfica la descripción que realizas de las escenas que puedes sentir el hormigueo de los gorgos sobre la piel.
Como si se pudiera a cada cuento perfeccionas el estilo.
Un abrazo. umbrio |
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