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Volaba. Se elevaba por sobre montañas, valles y mares. Mares de árboles, mares de arena y mares de agua. Podía subir tan alto como quisiera; las precauciones de Dédalo no eran aplicables a él, ya que volaba con alas propias, volaba con alas humanas. No se trataba de una compleja obra de ingeniería hecha con restos de alas de otros animales, era su propia carne, piel y huesos lo que le permitía volar. Le resultaba algo tan natural y sencillo como a un pez desplazarse bajo el agua.

Volaba. Desde arriba podía ver esas delgadas y largas serpientes de tierra y piedra que seguían aquellos que preferían usar sus pies para moverse. No los entendía. No concebía llamar camino a esas serpientes, porque para él el camino no era más que la trayectoria que seguía al volar a su destino; elegida por él, no por otros. No comprendía como era posible que renunciaran a contemplar todo desde la cordillera hasta el mar, a refrescarse con el hielo de las nubes, al vértigo que se experimentaba al subir tanto como pudiera para luego dejarse caer sin retomar el vuelo hasta cuando solo unos metros lo separaban del suelo. No entendía que renunciaran a observar el destino apenas comenzada la travesía "¿Cómo puede ser que se conformen con ver lo que hay sólo unos cuantos pasos adelante?"
No. Cuando él usaba sus pies, no lo hacía en las serpientes de tierra. Andaba entre los ancianos árboles de bosques interminables, cruzaba dunas de desiertos abrasadores, daba pasos en la enceguecedora nieve que cubría las cúspides de montes que parecían tocar el cielo. No caminaba para llegar a sus destino, lo hacía para observar, para explorar, para apreciar de cerca aquello que llamó su atención desde las alturas.

Volaba a gran altura, como hacía todos los días desde que aprendió a hacerlo. No supo qué lo golpeó. Solo sintió un fuerte dolor en su ala derecha y comprobó con horror que no podía moverla. Caía en picada; veía el suelo cada vez mas grande y amenazante, como en el juego que solía practicar. Sentía la misma emoción, el mismo vértigo, pero con la terrible certeza de que esta vez no remontaría el vuelo. Su vista se fijó en una de las serpientes de tierra. Descendía a una velocidad espeluznante y seguía acelerando, pero la caída era eterna. Luego ya no veía, no sentía. Miles de pensamientos se agolpaban en su cabeza y acaparaban toda su atención. La imagen de la serpiente volvió a formarse en su mente. Fue entonces cuando lo comprendió, sólo un instante antes de que el mundo se volviera blanco, y luego negro.




Caminaba. Habían pasado varias semanas desde su caída; su cuerpo ya casi había sanado. Una fuerte punzada, recurrente y siempre inoportuna, en su hombro derecho, o en su cabeza, y una que otra molestia en sus alas eran el único vestigio del suplicio que había vivido. Si, había sido un suplicio. Recordaba todo muy claramente: el golpe en su ala, la eterna caída, y el doloroso despertar. Cuando abrió los ojos por primera vez, no había hueso sin fractura, no había centímetro cuadrado de piel sin magulladuras, respirar era una tortura, cada latido de su corazón movía su cuerpo lo suficiente para enloquecerlo de dolor. Los primeros días despertaba sólo durante minutos, hasta que el dolor lo vencía. Había sido terrible, pero no era el dolor lo que recordaba más vívidamente. Lo que consumía casi todos sus pensamientos, todas sus horas era la revelación que tuvo el instante antes de impactar el suelo, la esencia de las serpientes de tierra, la idea que cambiaría definitivamente su vida.
Estaba aterrado, temblaba, tenía un nudo ciego en el estómago y, sin embargo, caminaba a pie firme, con resolución. Sabía que estaba haciendo lo correcto, sabía que era necesario; no podía fallar, no ahora que comprendía la verdad. Bajo el brazo llevaba unos cuantos leños. Se detuvo. Decidió que ese lugar era tan bueno o tan malo como cualquier otro. Encendió, con algo de esfuerzo, una fogata. Colocó el cucharón de metal en el fuego. Sacó el cuchillo y la cizalla; dejó esta última a un lado. Palpó con los dedos el lugar donde debía cortar, justo por sobre la articulación que unía su ala izquierda con el resto de su cuerpo. Ahí se dio cuenta de lo útil que hubiera sido contar con un espejo. Comenzó a cortar, y entonces notó que también un trozo de madera para morder le habría ayudado bastante; no le quedó otro remedio que gritar de dolor mientras seguía cortando piel y carne alrededor de la articulación. Sentía la sangre tibia bajando por su espalda. En su desesperación por terminar la tarea, cortó varias veces la yema de sus dedos. Sudaba. Lo mas difícil eran los tendones; el cuchillo, a pesar de estar bien afilado, no era apropiado para cortarlos... algo dentado hubiera sido mejor. Se apresuró; sabía que si el dolor lo vencía y se desmayaba antes de cauterizar, moriría desangrado.
Finalmente solo la articulación lo separaba de su objetivo. Todo daba vueltas a su alrededor. Con las manos pegajosas de sangre, tomó la cizalla y terminó el trabajo. El ensordecedor grito, que dejó sin aire sus pulmones, no fue suficiente para evitar que tambaleara y que su vista se cubriera de manchas oscuras. Vomitó. De algún modo, el sabor agrio en su boca le permitió mantener su estado semiconsciente por unos segundos mas. Fue incluso capaz de tomar la precaución de humedecer un paño para tomar el mango del cucharón, antes de aplicarlo, al rojo vivo, en la herida. Perdió la conciencia, pero ya estaba hecho. Aún quedaba su ala derecha, pero podía hacerlo mañana; de todos modos no podía volar con solo una ala. De eso se trataba todo. Esa había sido su revelación al caer: Quien cae mientras camina, nunca lo hará de gran altura, caminar es mucho más seguro que volar. Por supuesto, podía sencillamente haber dejado de volar y mantener sus alas, pero el tenerlas implicaba la peligrosa tentación de usarlas; debía arrancarlas.

Caminaba. Le encantaba su nuevo método de desplazamiento. Un paso a la vez, el mundo avanzaba bajo sus pies. Un pie y luego el otro. Era sencillo; sencillo y monótono. Eso era lo bueno, la monotonía implicaba seguridad. Bastaba con estar atento, no sacar los pies del camino y mantener la vista solo unos pasos delante. A veces recordaba la vista de los pinos por debajo de las nubes, pero no añoraba volar, era peligroso, lo sabía. A fin de cuentas, caminando podía ver mas de cerca los árboles, descanzar bajo su sombra, escuchar los misteriosos ruidos de los bosques. Rara vez lo hacía, porque debía apurar el paso para llegar a tiempo, pero podría hacerlo si quisiera. Durante el tiempo que llevaba caminando, solo había caído un par de veces. Eso era lo mas grato de caminar; al caer solo debía levantarse, sacudirse y continuar. No habían grandes golpes.

Caminaba. Llevaba años haciéndolo. Justamente pensando en los años que llevaba caminando, fue que no vió a tiempo la raíz con la que tropezó. Era la segunda vez esa semana. El golpe abrió la herida que hacía poco se había hecho en la rodilla izquierda al caer; comenzó a brotar sangre, que le humedeció la ropa. Sus manos también resultaron magulladas... Debía volver a levantarse, pero era tan difícil... le dolían las muñecas por el golpe, se había doblado el pie, y la herida abierta le quemaba tanto que le sacaba lágrimas. Cada vez era más difícil ponerse en pie. Fue entonces cuando tuvo una nueva revelación.

Se arrastraba. Así lo haría hasta el fin. Nunca más volvería a caer. A veces recordaba la vista de los pinos por debajo de las nubes...

Texto agregado el 20-07-2014, y leído por 126 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
21-07-2014 Digo..."muchos" Clorinda
21-07-2014 Si no puedes volar, camina. Si no, arrástrate. Gracias por esta lección. Ojalá mucho pudieran llevarla a la práctica. Buen texto! Clorinda
21-07-2014 Extraordinario! Lo mejor que he leído en mucho tiempo. La lección es evidente. Rentass
 
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