El hombre alto.
Erik, fornido ejemplar nacido en el norte de Europa, un buen día decidió que era hora de ver mundo. Ni corto ni perezoso tomó su vieja mochila, echándose a la carretera. Anduvo con peor suerte y las muchas con mejor suerte, por esas calzadas del viejo continente haciendo auto-stop. Sus experiencias fueron gratas para su enriquecimiento personal, trabajó para pagarse su manutención y hospedaje. El sur le atraía. Su país siempre entre brumas y lluvias, no le permitía ver muy a menudo al astro rey. Conforme se acercaba a la meridional nación que conformaba la península Ibérica, su piel blanca empezaba a perder esa palidez propia de su raza. Conoció a un sinfín de personajes, variopintos lugareños, extraños y pequeños pueblos, en donde el tiempo no existía, en el cual las prisas no eran necesarias.
Llegó a la punta de la península. Allá a lo lejos la majestuosa áfrica, se divisaba entre la espuma del océano estrellándose en sus costas formando una formidable postal. Meditabundo y ensimismado contemplada el apacible paisaje. La noche con una majestuosa luna llena, iluminaba lo suficiente para ver los contornos del panorama.
Un frenético chapoteo acompañado de gritos desesperados, lo sacaron de su idílico estado de paz. Entre las olas de un océano algo picado, divisó a una mujer que luchaba por su vida.
Aluna caminaba por el desierto sahariano, atrás dejó todo cuando quería. La vida no valía nada en su país natal. Los hombres del poblado a menudo contaban fantásticas historias de un país lejano más allá del desierto, en donde la gente podía comer todos los días, no había guerras y la abundancia era tal que tiraban la comida. Ella con disimulo bebía de lo que decían, “los mayores nunca se equivocan” pensaba Aluna. Una mujer valiente con determinación de dejar la miseria, no se lo pensó más.
Su marido murió a manos de una tribu enemiga. Ella embarazada lo vendió todo. Toda su dote, que tanto sacrificio tuvo su padre que hacer, para que su querida hija se casara con el mejor cazador de la aldea. Sus preciadas cabras, su choza con techo de paja y paredes de barro, que tanto trabajó le dieron a su familia... y su asno que tanto quería, pero el prometedor futuro para su posterior hijo podía más que, todos los sacrificios y más si fuera necesario.
Los traficantes de personas eran implacables, poca agua, poca comida y siempre desplazándose a pie. Su destino, la cuidad de Tánger. Nido de víboras, policías corruptos, administración mal pagada, por un gobierno que miraba para otro lado. Tuvo que pasar por increíbles calamidades, todo por un futuro mejor, todo por su hijo. Las penurias aumentaban a razón de su vientre, pero ella implacable, constante, con una valentía propia de una amazona gritaba en silencio. Nadie, de la colla de desgraciados, nunca se dieron cuenta del sufrimiento, de aquella mujer de color ébano en avanzado estado de gestación. Ella, orgullosa provenía de una estirpe de duros y vanidosos guerreros, donde la palabra miedo no existía.
Los embarcaron a todos en una lancha neumática, con motor fuera borda. Varios litros de agua, y gasolina estimada para el traslado hasta la península. El viaje según sus negreros duraría unos pocos días. Todos hacinados sin apenas moverse. Los días pasaron, las noches lo peor. Ronquidos, malos olores, toses, esputos y rechinar de dientes por el frío y humedad del implacable océano. Ella gorda como un barril aprovechaba las horas nocturnas, para hacer sus necesidades en una lata comunitaria. Una sucia y raída cortina daba algo de intimidad, siempre le tocaba vaciarla, si no quería coger una infección. Los días fueron más largos de los prometidos, el agua ya se terminó y los alimentos estaban podridos. La enfermedad fue causando bajas entre los hombres, cada noche los que con fuerzas se encontraban tiraban por la borda a los desgraciados. Aluna se aferraba a la vida con uña y dientes. “Ya falta poco, ya se ve algo de costa”, se decía dándose ánimos. Pensando en su hijo, en el paraíso que le esperaba. Todo ello la alimentaba.
Nubes preñadas de agua, negras como la boca del infierno cubrieron todo el cielo. Relámpagos iluminaban la noche. La endeble embarcación se movía al capricho de las tremendas olas. Gritos, llantos desesperación se oían entre los desdichados.
Sin saber cómo Aluna acabó aferrada a los restos del bote hinchable, apenas daba soporte para que no se ahogara. Iba a la deriva, sus compañeros de viaje flotaban inertes a su alrededor. Llegó la noche, sus fuerza menguaban a gran velocidad. Su mente le jugaba malas pasadas, haciéndole ver lo que no existía, para luego delirar llamando a su madre.
Cuando ya pensó en el final, divisó una gran silueta en la playa. Gritó con todas las fuerza que puedo reunir.
Erik raudo se metió en el mar, era tan grande y robusto que tardó mucho en que el agua le cubriera. Alcanzó a la desdichada y en un alarde de excelente deportista, la llevó hasta la orilla.
Muchos años más tarde en una aldea del centro del África negra. En la plaza de tierra batida de un poblado indígena, a la sombra de un gran árbol. Erik estaba rodeado de niños de color de ébano, que concentran sus miradas y oídos a lo que el gran y viejo guerrero les estaba contando.
—Entonces… vuestra bisabuela fue salvada por ese hombre alto venido del norte. La ayudó a parir allí mismo en la arena. Ella en agradecimiento le prometió que el pondría su nombre al niño… —Erik hizo una pausa. Una lágrima asomó al recordar a su madre, que supo salir adelante, darle una buena educación, y nunca renegó de su glorioso pasado hablándole de su pueblo. Él le prometió que una vez jubilado, volvería a su tierra— ¡Abuelo, abuelo! ¿Cómo sigue la historia? —repitió al unisonó la chiquillería. Erik se repuso, diciendo— Mira a tus hermanos-as y primos-as, la historia acaba en todos vosotros.
Fin.
J.M. Martínez Pedrós.
|