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Caminábamos en medio de un falso silencio de ciudad, embebidos de la luz nocturna de nuestros pensamientos sin rumbo. Aunque mi cuerpo y el suyo ocupaban espacios carentes de interacción, mi mano imaginaria repudeseaba colgar de la suya, raíz colosal, seca, fría, sabia, tosca. Yo la acompañaba desde lejos, diciéndole te quiero sin querer decírselo, sintiendo que no era capaz de decírselo y siendo, en efecto, incapaz de decírselo, ya que nunca se lo dije. Pero ella no dependía de lo que ninguno dijera o quisiera. La impresión que me provocaron sus palabras me hacen recordarlas una a una, sin que pueda comprenderlas todavía. La mirada desierta con que dijo esas palabras me sigue marchitando el alma. Las conservo en mi diminuta caja de verdades como el último instante en que sentí algo. Se detuvo en un movimiento pausado, como esperando una estela que seguía sus pasos ciertos. Observó con curiosidad las letras que aleteaban nuestra atmósfera. Las palpó, las olió, las cantó, las soñó, las eligió. También eligió una máscara cuya expresión me ocultó. De espaldas a mí, de rodillas en el suelo, pareció colocársela. Se levantó, giró y me gruñó con la única voz que todavía me habita. Yo, como queriendo hacer desaparecer los crudos destinos, me tapé los oídos, apreté las mandíbulas hasta crujirlas, junté los párpados con tal energía que las pestañas y la piel que las sostenían comenzaron a fundirse en el abismo del horror. Grité hasta callarlo todo. Negué, negué, negué… negué hasta que la negrura absoluta se volvió un solo verso que llenó mi cabeza perdida en el dolor del silencio. |
Texto agregado el 14-07-2014, y leído por 122 visitantes. (0 votos)
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