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LA DECISIÓN

Mi mano tiembla. Los dedos que hasta ayer se mostraban fuertes, decididos, rápidos, hoy tiemblan al apagar el teléfono y dejarlo suavemente sobre la mesa de luz de mi penumbroso cuarto de dormir.
Ese teléfono transmitió palabras que las esperé durante muchísimo tiempo y hoy al recibirlas me provocan un sensación indescriptible. Estoy frío, petrificado, sin atinar a hacer nada. Me derrumbo sobre mi cama con la sensación de estar vencido y con mi vista clavada en el techo como ocurre desde hace tanto tiempo, sólo me pregunto: ¿Qué hago?
… y recuerdo que todo comenzó en el año 1966.
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Yo estrenaba mis primeros y flamantes quince años. La juventud salía por mis poros, inundaba al aire con mis ímpetus y mis impulsos por vivir el primer rebrote después de la adolescencia.
Un amigo me invitó a un cumpleaños. Y no era cualquier cumpleaños. Era un cumpleaños de 15 y conocía a la cumpleañera. Ya la había visto en dos o tres ocasiones en donde nuestras miradas ávidas de encontrar similitudes juveniles se cruzaron y con ese entrecruzamiento algo especial denunciaban y en ambos no era algo que podía pasar desapercibido.
Y concurrí al cumpleaños con mi amigo.
Verla con su vestido blanco vaporoso, angelical, como una reina, fue maravilloso. Con mi mirada fija en ella se acrecentó mi gusto por esta personita que me movilizó y de qué manera.
Luego de los saludos y felicitaciones, todo transcurrió como en cualquier cumpleaños. Pero, mis ojos, mi mente y mi cerebro no podían apartarla de mí. Ya mi corazón empezaba a decirme que el bichito misterioso del amor me había picado.
A la hora del vals me atacó la timidez. Mi amigo y la ocasional barra de acompañantes me alentaban, me empujaban para que vaya a buscarla para bailar. Y me animé. Y bailé con ella. Me parecía un sueño tenerla entre mis brazos. Su mirada, su perfume, su piel… toda ella estaba entre mis brazos.
Y allí empezó todo. El amor nació. Nos amamos intensamente. Vinieron los encuentros, generalmente la esperaba a la salida del colegio, todas las tardes las caminatas como de 20 cuadras hasta su casa tomados de la mano y diciéndonos hermosas palabras más algunos besos, ya se volvieron costumbre. Eso si, nos separábamos una cuadra antes de llegar a su casa ya que en aquella época los padres se enteraban del noviazgo cuando ya el mismo tomaba rumbo serio.
Y así creció nuestra relación, nuestro amor. El tiempo fue desgranando sus hojas al mismo tiempo que nuestro amor crecía, se fortalecía. Pasó un año, dos, tres y la consolidación de la relación se hizo firme, sin grietas, bien sólida.
Y llegó el momento de hablar con nuestros padres. Ella hablaría con los suyos y yo haría lo propio con los míos.
Y fue la hecatombe. La negación por ambas partes no tuvo lógica ni razón. No había explicaciones claras pero se dejaba entender que entre ambas familias, que ya se conocían, había viejos rencores y viejas facturas sentimentales por pagar. El no fue rotundo.
Ante esta situación y pese a todas las prohibiciones continuamos viéndonos sin importar los retos, la reprimendas y hasta a veces los castigos corporales. Así era la sociedad de aquella época.
En uno de eso encuentros a escondidas y pese a las vigilancias impuestas por parte de los padres de Mariana, ella me comenta que su padre le presentó a un joven de 22 años que tiene interés en ella y está dispuesto a casarse. No supimos que pensar, qué hacer, y buscamos como solución escaparnos juntos a cualquier lugar. Planificamos el lugar, el día y la hora para hacer lo que nuestros corazones ordenaban.
Ese día llevé un pequeño bolso con algunas pertenencia y a la hora fijada ella no apareció, esperé varios minutos, el nerviosismo me carcomía por dentro, pasó una hora y nada. Al rato, vi venir a una amiga de ella y llorando me entrega una carta. Casi al borde de la desesperación, abro el sobre y leo: amor: mi padre me tiene encerrada, ya organizó todo, mañana me caso con Miguel. No puedo negarme. Necesita dinero y no hay otra solución. Te seguiré amando toda la vida. Tuya hasta la muerte. Mariana.
Después de ese instante ya mi mente se trastornó y sólo atiné a llorar y llorar sin parar. El banco de una plaza fue el testigo de mi desdicha.
A partir de ese momento el mundo se derrumbó, ¿Qué podía hacer yo con mis 20 años para salvarla? No hubo respuestas.
El dolor, la angustia, la desazón, el desamparo, las ganas de morir y la impotencia por no poder luchar se apoderaron de mí.
Nadie supo de mi sufrimiento. Me convertí en un ser osco, callado, retraído, enroscado en mí mismo y decidí vivir mi vida a mi manera. Ya no había esperanzas de una vida mejor, se ser de otra manera .Mi familia ni se enteró o tal vez si, de la situación.
Conseguí un buen trabajo. Al año, la compañía donde trabajaba me ofreció un traslado a esta ciudad y acepté. Estuve siempre a veinte kilómetros de mi ciudad natal. Me vine a vivir solo. Alquilé un departamento y allí organicé mi vida. La soledad era mi compañera, Muchas noches, mirando el techo de mi habitación me preguntaba: ¿Por qué Mariana no luchó por nuestro amor? Y así todas las noches, todas las siestas, en cada momento la misma pregunta. La respuesta no llegaba. Me aislé en mi soledad. No hubo más amor en mi vida.
Y pensaba… si a Mariana le di todo, le di mi vida, ¿Qué hizo ella con todo eso? ¿Qué hizo con mi sonrisa, con mis horas de amor, con el sol, con el cielo, con mi verdad, con la piel de mis manos, con mis miradas, con mi respiración, con todo lo que le di? ¿Dónde estará ahora? ¿Cómo será su vida? ¿Me recordará?
Cómo quisiera tenerla cerca para decirle que aún está abierta una herida en el pecho y que pasó el tiempo y no logró cerrarse, que tengo llanto permanente, que muero en cada atardecer, que mis noches están vacías, que mi habitación está sola y mi cama vacía, que tuve muchos proyectos para realizarlos con ella, que ya no hay alegría en mi vida…
Soy soltero. Nunca me casé, No tengo hijos. No amé más. Tuve amores furtivos, pasajeros, tal vez de una noche o dos. En mi trabajo me llaman “el solitario” porque siempre ando solo.
Muchos almanaques se fueron de mi vida. Diez, veinte, treinta y un poco más.
Un día, suena mi teléfono y la persona que habla se identifica: Soy Mariana. Asombro, sorpresa, bronca, ilusión. Fueron sensaciones que se agolparon en mi mente y en mi cuerpo. Me había buscado y me encontró.
La charla en el café fue de varias horas. Me contó todo. Tenía tres hijos ya grandes y era abuela. Me dijo que su amor por mi estaba intacto, que nunca pudo hablar conmigo. Que tenía marido y a él se debía a pesar de no amarlo.
La habitación de un hotel fue testigo de la entrega postergada durante tantos años.
La despedida fue dura, cruel, dolorosa. El adiós se quedó prendido entre los nombres de ambos sin otra esperanza que recordar el pequeño momento vivido.
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La llamada telefónica que recibí hace un rato hace que me pregunte ¿qué hago?
Era ella. Su marido murió en un accidente. Ahora es libre.
Ya tengo sesenta años, tengo mi vida destrozada por haber amado mucho, más de lo imaginado, creo no tener fuerzas para empezar a vivir como quiero.
Me decido.
Voy a buscarla.


Texto agregado el 14-07-2014, y leído por 116 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
14-07-2014 Un historia romántica bien escrita. filiberto
 
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