En un lugar donde nada está prohibido, él aparece. Porta un atuendo que lo cubre totalmente, tan pegado al cuerpo que sus formas sobresalen armónicamente. Misterioso, camina entre las mesas, mira a los ojos, ninguna mujer le corresponde; se distraen al intentar adivinar lo que hay debajo de la tela negra.
Empieza la música y él hace gala de movimientos ágiles, su cuerpo lleva el agresivo ritmo de la melodía. El público lo ovaciona a gritos. Aún con la saturación de sonidos se escuchan los pasos de baile sobre el escenario. La música cambia a un ritmo más amable, que acompaña sus movimientos cada vez más lentos. Deja caer una capa negra.
Da a la vista el regalo de su piel. Se acerca hasta dejar escuchar su respiración. Al tacto, es suave y firme. Seduce su contoneo, pero sobre todo, la mirada aguda detrás del antifaz, única prenda que permanece en su lugar.
Aprisiona, magnetiza, sugestiona… y se va. Desaparece entre el humo violeta y abandona las miradas furtivas. Le toma dos canciones invadir la imaginación para dejar una memoria perpetua.
Las horas se llenan con el recuerdo de aquel que obsequia fantasías de madrugada y desaparece antes del amanecer.