He viajado a España. Traslúcido como un fantasma, me he aventurado por sus calles, he cruzado una especie de estación Mapocho santiaguina, sólo que cuatro veces más grande que esta, bellamente iluminada y adornada con tan buen gusto y con un lujo que ya se lo envidiaría la residencia más fastuosa de nuestra capital. La gente camina apresurada pero sin estrellar. O es acaso la feble consistencia de mi cuerpo que permite que traspasen mi delgada trama y sigan de largo. Es un atardecer radiante, sigo caminando entreverado entre esa muchedumbre ansiosa que hormiguea por las avenidas. Desde una puerta entornada, una mujer de grandes ojos me contempla con atención. Acaso sea otro fantasma igual que yo que ha reconocido la imagen de la muerte o del desdoblamiento. Camino, camino, sin tener noción de fatiga, calor o apetito. Me interno en una especie de erial y a lo lejos distingo una cancha de fútbol. Unos muchachotes corretean tras una pelota que por esas cosas del destino sale despedida para acercarse rauda a mis pies. Me preparo para devolverla no sabiendo si seré capaz de impulsarla, cuando un joven aparece de pronto delante de mí para patearla con ímpetu. Deseo conocer más, mucho más, pero algo me regresa a mi cuerpo y me quedo con el grato sabor de haber estado en aquellas lejanas tierras, ahorrándome de paso el importe del pasaje y los engorrosos trámites aduaneros. Son las ventajas de soñar cada vez con más realismo…