Doña Lorena se encontraba en su casa, no había podido descansar. Como de costumbre, estaba sentada en su silla mecedora tejiendo. El reloj marcaba las ocho y veinticuatro y hoy tejía una bonita bufanda color gris. Se le veía muy concentrada. Ponía su empeño en cada enhebrada que hacía, trabajaba con fuerza luchando porque su párkinson -que con cada año que pasaba se hacía más notable- no impidiera su objetivo: tejer una bufanda para él. “¿Para quién?” Se preguntarán. Déjenme contarles la trágica historia.
Hace un año, cuando doña Lorena sólo tenía 52 años, conoció a su recién nacido nieto, Samuel, hijo de don Leopoldo y de la señora Yesenia.
Para doña Lorena ver la inocencia reflejada en los ojos de Samuel era lo más bonito que le pudieran dar todos los días, sobretodo porque el pobre “angelito” (así lo llamaba ella) no sabía lo que ocurría con sus padres.
Don Leopoldo y la señora Yesenia no llevaban mucho en su matrimonio, dos años, quizá tres, ni siquiera a ellos mismos les importaba.
A don Leopoldo le gustaba mucho emparrandarse. Día de por medio, buscaba a sus amigos para irse de fiesta, cada día de esos usaba un trago distinto para emborracharse: Los martes comenzaba con cerveza para iniciar la semana “suave”, los jueves ron para que la “cosa” se prenda y finalmente los sábados tomaba Whiskey porque había que cerrar con broche de oro. El resultado cada noche era el mismo: Su inconsciente trasero postrado en la cama. Buscando siempre peleas en las que involucraba a Samuel y a Yesenia, quien cada noche recibía golpes por parte de su nauseabundo marido.
Yesenia era una muchacha dependiente, frustrada, creía que el tener a Leopoldo a su lado era lo único que la mantenía con vida. No se preocupaba mucho por Samuel, mucho menos por los quehaceres de la casa, sólo le importaba ver a su esposo feliz, aunque eso implicase verlo día de por medio borracho y dándole bofetadas. Normalmente nadie se hacía responsable de Samuel, el pobre niño se veía afectado por la testarudez de su padre y la negligencia de su madre. Doña Lorena cada noche iba a casa de Leopoldo, su hijo, y cuidaba de su pobre “angelito” así le tomara horas preparar un poco de leche porque su párkinson cada vez empeoraba. Samuel era su felicidad.
Un año después, 23 de abril siendo sábado (y como cada sábado) don Leopoldo se fue de farra. Había estado bebiendo desde las cuatro de la tarde y anochecía cada segundo. Yesenia esperaba ansiosa la llegada de su marido, reiteradamente miraba el reloj, cada minuto se creaba una nueva historia, para las doce y treinta y seis: que lo habían raptado. Doce y treinta y siete: que estaba con otra mujer. Doce y treinta y ocho: Quizá estaba muerto… Yesenia no descansaba ni un momento y Samuel reposaba en la cama. Yesenia miró el reloj y justo cuando marcaba las doce y cincuenta y ocho se escuchó la puerta. Era doña Lorena que asumiendo los designios de los padres de su “angelito” estaba ahí para cuidarlo. Cuando el reloj marcaba la una y veintisiete de la madrugada a los metros se sentía el olor del tabaco, a pachulí barato de prostituta y de denso alcohol: Era el sinvergüenza de Leopoldo. Llegó azotando todo a su paso. Las ollas, su televisor, las poltronas, todo, y con eso, a su mujer.
-¿¡Dón.. dónde es..tá Sam..muel!?- Balbuceaba Leopoldo.
-¿¡Qué pasa, cariño!? ¡Vamos a comer, por favor!- Instanciaba Yesenia.
Leopoldo cambió su rostro. Sus fosas nasales se inflaron como un buey, su pecho se llenó de aire y se escuchaba el crujir de sus dientes. Su mano lentamente se cerraba y era obvio que golpearía a su mujer. Yesenia, llevada por sus reflejos, corrió por toda la casa, buscaba refugiarse de la pesada mano de su marido, a ella le dolía pero lo amaba. “Es que el amor siempre tiene que doler” había sido su excusa durante los años que llevaban de casados. Llegó a refugiarse como una rata en la habitación donde estaban Samuel y doña Lorena y ahí apareció. De entre la oscuridad de la casa, con paso firme y tropezándose con todo lo que se encontraba, Leopoldo arribó al cuarto, levantó en vilo a Yesenia que se encontraba arrodillada a sus pies y vio a sus ojos que pedían clemencia y despiadadamente Leopoldo la devolvió al suelo con una bofetada, su cara no perdía cinismo.Volteó a ver a su madre que tenía en sus brazos a Samuel y se fue contra ella para arrebatarlo de sus manos. Fue una pelea súbita. Se veían los ojos abiertos de Samuel muy atentos a lo que ocurría. No era capaz de soltar un solo llanto, pero su mirada reflejaba tristeza. El forcejo lastimaba al pobre niño y, siendo vencida doña Lorena, Samuel se cayó al suelo y en vista de que Leopoldo lo iba a tomar para desquitar su ira contra la indefensa criatura, doña Lorena toma el arma que se encontraba en su mesita de noche, donde suele ubicar el café de las tardes. El arma ya estaba allí, como si doña Lorena estuviera preparada para lo que iba a pasar, tomó el arma y, aún con su enfermedad, apuntaba hacia la cabeza de Leopoldo. Temblorosa, agitada, su cabello se había despeinado, respiraba fuego y apenas se escuchaba su prótesis dental crujir. El cuarto había quedado en silencio. Leopoldo la miraba como retándola.
-¡Esta fue tu última borrachera, mal nacido!- Decía doña Lorena mientras preparaba el gatillo.
Yesenia, atónita por la fuerza y el descontrol de su suegra, se incorporó, como si hubiera medido los minutos, los segundos y las milésimas de segundo. Como si conociera esa pistola desde hace mucho. Todo parecía calculado para que pudiera atravesarse en frente de su marido recibiendo así la bala que doña Lorena desmedidamente había lanzado contra su hijo. Yesenia cayó al suelo y aprovechado por la conmoción de doña Lorena que había quedado pasmada al ver la sangre de Yesenia regarse por el cuarto, Leopoldo se fue contra su madre para evitar que cometiera otra locura, pero ella no estaba loca, Leopoldo merecía arder en el infierno. Doña Lorena cayó al piso, no soltaba la pistola. Combatía con su hijo encima por tener el arma. Algo estaba claro y era que sólo uno de los dos podía levantarse con vida. La diferencia era que Leopoldo estaba borracho y que doña Lorena tenía un motivo para ponerse en pie, ese motivo se reía viéndola y tomaba su mano cuando estaban juntos. A ese motivo le había prometido tejerle una bufanda y no iba a morir sin acabarla. Ese motivo era Samuel quién aún se encontraba en el suelo sin soltar un llanto.
La batalla continuaba y se seguían revolcando por el suelo. Doña Lorena con una mano clavaba las uñas en el rostro de Leopoldo y la otra la movía impidiendo que Leopoldo le arrebatara el arma. Se oían los alaridos de doña Lorena, estaba cansada y sentía dolor. Leopoldo continuaba sobre ella. Se escuchó el seco disparo de la pistola. Ambos se quedaron inmóviles. Leopoldo comenzaba a incorporarse y una vez de pie, vio el vientre de su madre cubierto de sangre. Doña Lorena se tocó y para sorpresa de ambos no tenía herida alguna. Levantó su cabeza y entonces se dio cuenta: la sangre era de Leopoldo, había recibido el disparo en su abdomen. Doña Lorena empezó a llorar, temblaba y se lamentaba. Como pudo se levantó y tomó a Samuel que seguía muy callado. Llamó a la policía y en cuanto colgó el teléfono ella salió corriendo. Tomó el camino corto, el que pasaba por el puente del río. Allí solía estar con su “angelito”. Cuando arribó ahí, se detuvo. Algo de repente la congeló. Se había quedado pensando algunos minutos. Samuel sólo la veía. Al fondo se escuchaba el ruido de las sirenas y doña Lorena reaccionó. Dio dos pasos para atrás y se asomó por el borde del puente. Miró al cielo mientras se secaba las lágrimas. Volvió a ver a Samuel quien ahora le estaba sonriendo.
-Has sido un buen muchacho- decía doña Lorena con la voz cortada- te prometo que te daré tu bufanda pero no en este mundo. Este mundo no es para ti, tú eres un angelito de Dios.
Los brazos de doña Lorena se extendieron temblorosos por la baranda, y su nieto quedó suspendido por el aire. Con fuerzas de no sé dónde logró soltarlo y Samuel fue cayendo directo al río. Doña Lorena se fue corriendo, no volteó su mirada y se perdía en la oscuridad de la madrugada.
Era 24 de abril, doña Lorena no había descansado. El reloj marcaba las ocho y veinticuatro. Ella estaba allí, como de costumbre, sentada en su silla mecedora tejiendo una bonita bufanda color gris pero eso ya se los había dicho.
A las nueve y doce minutos, victoriosa, pudo terminar la bufanda. Justo a tiempo para irse con las autoridades que llegaron por ella cinco minutos después, pero la hallaron muerta. Nadie sabe los motivos pero yo les aseguraré algo: Samuel, en el cielo, estará bien abrigado.
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