Era su ópera prima, una película de horror criollo. Rifamos la guitarra Fender Stratocaster del gordo y por más de siete meses celebramos más de lo que trabajamos. Sin embargo después de comprar supercherías de rituales espiritistas para usarlos como utilería, estábamos listos para rodar la película.

Acomodar todo el equipo en el Renault 18 del tío de Antonio, no era una tarea de poca monta, pero francamente el ataúd para vampiro ya no tenía cabida.

Así que nuestro promitente protagonista de telenovela, quien estaba dispuesto a entregarlo todo con tal de ganarse un lugar en nuestro universo de estrellas de papel crepé, se ofreció para ir dentro del féretro.

Al principio le escuchábamos bromear, soltando carcajadas de ultratumba que se confundían con los estribillos de Black Sabbath , mientras aceleramos sobre el autopista ya solo alucinábamos en silencio dentro del riff de Voodoo Child . Para cuando nos detuvimos en el retén policial, antes del desierto de La Candelaria, ninguno de nosotros pudo explicar satisfactoriamente, qué hacíamos drogados y borrachos entre gallinas degolladas, objetos de ritos diabólicos y con un cuerpo asfixiado de un desconocido al que simplemente le conocíamos como “la estrellita”.