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El joven y su abuelo

Era un día frío, con una fuerte lluvia cayendo sobre la gran ciudad, y para él era un día perfecto para escribir. De pronto suena el teléfono con un sonido muy tenue, pero suficiente para escucharlo. Sólo estiró el brazo para alcanzarlo.

—¿Sí? — contestó él.

—Le llamamos de la clínica San Vicente —dijo una voz muy dulce, una voz de mujer—, con el motivo de que el señor Tomás García sufrió un paro cardíaco y lo trasladaron a este hospital hace menos de una hora. Él ha solicitado su presencia aquí.

—Dígale que voy en camino—respondió él desosegado.

Colgó el teléfono y lo puso cuidadosamente sobre la mesa en la que escribía. Cogió un abrigo del closet y, al lado de la puerta, cogió el pequeño paraguas. Se apresuró al bajar las escaleras, ya que era un quinto piso. Abrió el paraguas ya en la acera y esperó a que pasara un taxi para montarse.

—¿Adónde lo llevo, joven? —preguntó el taxista.

—A la clínica San Vicente, por favor —respondió abriendo un poco la ventanilla del taxi.

No hablaron más durante el camino. Él sólo pensaba en lo que aquella mujer le había dicho por el teléfono, y el por qué su abuelo le estaba solicitando. El taxista frenó en seco una cuadra antes del hospital.

—No lo puedo llevar más cerca de la puerta —dijo sin mirarlo—, ese espacio son para las ambulancias que llegan. Son 8 dólares.

—Tome y quédese con el cambio —dijo mientras abría la puerta del taxi.

Abrió la sombrilla una vez en la acera y, se dirigió rápidamente, quizás corriendo, a la entrada de la clínica. Entró y cerró inmediatamente el paraguas, se dirigió a la recepcionista con zancadas largas.

—Disculpe —murmuró—, ¿dónde se encuentra la sala donde está el señor Tomás García?

—Espere un momento —dijo la mujer—. Está en la sala 101.

—Muchas gracias —exclamó dándose vuelta.

Se dirigió a la sala, por un pasillo bien iluminado, pero muy solitario, con un aire frío e intranquilo. La sala era la primera que se encontró. Tomó un gran suspiro y empujó la puerta.

—Creí que no llegarías —susurró Tomás, casi sollozando—. Quiero que avises a la familia de que morí.

—Claro abuelo —sollozando—, haría lo que fuera por ti.

—Eres un buen nieto.

—Y tú el mejor abuelo —dijo mientras le caían lágrimas de sus ojos.

Hubo un pequeño silencio, los dos sin hablarse, y de repente Tomás tomó un gran suspiro y dejó de respirar.

—¡ENFERMERA! —Gritó con todas sus fuerzas.
De repente entraron dos enfermeras, una muy bonita, y la otra no lo era tanto. Miraron a Tomás, pero no intentaron nada.

—No hay nada que hacer —dijeron en coro—. Esto era lo que se le tenía pronosticado para él. Lo sentimos.

Entonces el joven empezó a llorar muy fuertemente, casi exagerado. Las dos enfermeras salieron para dejarlos a solas. Al ver él que las enfermeras salieron, dejó de llorar, se limpió las lágrimas, y le dejó un mensaje de texto a su novia y amigos: "Hoy, a las 7:00; fiesta en la finca de mi abuelo, o mejor dicho en mi finca".

Texto agregado el 30-06-2014, y leído por 132 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
26-07-2014 Interesante final, saludos FEHR
01-07-2014 Lo malo del caso, muchacho, es que yo soy un abuelo. za-lac-fay33
 
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