Inmediatamente penetré en la espectral niebla que aguardaba por mi coche en el túnel del Gran San Bernardo, arribar a Berna, solo precisó de un par de indicaciones en lengua de viajeros y algo de cambio en la gasolinera.
Aunque gran parte del país sucumbía bajo los estropicios de la modernidad, permitiendo que aun dentro de sus propias entrañas alpinas, un acelerador de partículas recreara un minúsculo Big Bang; no me extrañó que Kramgasse permaneciera intacta, fiel a mis recuerdos nostálgicos de esta larga calle de adoquín gris, encerrada por una sucesión primorosa de edificios repetidos y plagada por esa perturbadora presencia de detalles románticos: luces tibias de color ámbar, balcones con flores rojas y bicicletas trajinadas bajo los arcos.
Ha debido ser difícil para el padre de Hans, ignorar la escala humana de todo cuanto veía aquí y si bien mi madre observaba con reticencia sus inusuales zapatillas verdes, recuerdo que para cuando estábamos próximos a cumplir once años, ella eventualmente nos inscribió a mi hermano gemelo y a mí, en una de sus clases privadas de matemáticas. Al entrar al modesto apartamento de nuestro tutor, su único hijo que era un par de años menor que nosotros, nos saludó desde el umbral de la puerta, apenas musitando en alemán. Así que sin mediar palabra o mirada, acordamos hacer de su vida una pesadilla, propinarle golpizas soterradas en el pasillo, romper los escasos objetos de valor entre sollozos y falsas acusaciones, pero principalmente aprovecharnos de ese carácter irritable del padre, que solo nos hacía más deleitable nuestra tarea.
La clase de matemáticas resulto insufrible, su exigencia de silencio absoluto nos parecía irreal y por ello le mortificamos con frecuentes visitas al baño que aprovechábamos para aguijonear a su hijo “el pollito”. A pesar de las interrupciones, la sincronía de nuestras vejigas gemelas le causó una honda impresión. Por tanto cuando nuestra madre vino a buscarnos le dijo sin levantarse de su silla.
- ¿Quién es el primogénito, Bruno o Werner? -dijo señalándonos con su dedo índice incorrectamente- . Es notable que jamás usen el yo y siempre hablen de nosotros, incluso Werner pide permiso de usar el baño para Bruno, aunque esta vez acertó al señalarnos.
Mi madre ignoró la pregunta porque le pareció impropia, además quería evitar en público la vergüenza de no poder diferenciarnos y exigió una disculpa inmediata; nuestro tutor se retractó en un perfecto alemán suizo y ofreció enseñarnos sin pago algo de la ciencia y la física para resarcir su imprudencia.
Para el viernes Albert se encontraba exultante, había olvidado por completo su promesa de la clase de física, pero no encontró una excusa apropiada para escabullirse de su responsabilidad. Así que nos sentó alrededor de unos documentos que estaban absolutamente fuera de toda comprensión y sentenció.
- No existe tal cosa como la gravedad, tan solo cuerpos atrayéndose en constante relatividad.
Para nosotros era totalmente indiferente cuanto decía, pero en cambio algo llamó poderosamente nuestra atención. Pues en cuanto más profundamente este judío se convencía que la gravedad no existía, pequeños objetos emprendieron vuelos cortos. Pronto todo el mobiliario levitaba sutilmente por toda la habitación y hacía el final de la tutoría nosotros supimos que Bruno podía flotar.
Primero sentimos sus dos pasos en el vacío y luego esa ansia infinita de perderse en el horizonte, pero en cambio solo conseguía orbitar a mí alrededor, como si de alguna manera estuviéramos atados dos marionetas a los mismos hilos. Nada de esta relativa ingravidez parecía sorprender a nuestro tutor y enseguida su hijo acostumbrado a pilotar entre paradojas, se acercó buceando por el pasillo hasta la estancia.
De inmediato notó que uno de nosotros dos permanecía inmóvil y pétreo en su puesto y que parecía resistirse a los embates de la relatividad, así que dirigiéndose a su padre le sugirió.
-Deberíamos invitarle a tomar el ascensor, para que conozca el sonido de las estrellas, dijo mientras extendía su mano invitándonos a seguirlo.
Después de abordarlo, creo que solo ha transcurrido un instante para realizar este viaje inédito como un haz de luz, aunque me veo como diez años más viejo, sentí apenas el parpadeo de un Dios que se oculta detrás de una ecuación esquiva y sin embargo retorno ansioso a un mundo huérfano de bondad, a golpear en tu puerta hermano mío.
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