Una noche sin luna, una carretera comarcal estrecha, sin arcén. La pareja venía de celebrar la boda de un familiar lejano. En un pueblo perdido, de las entrañas de esta piel de toro. Sobre las cuatro de la mañana en un recodo, aparece fugaz la figura de una mujer con un niño en brazos. El conductor sin poder remediarlo arrolla al peatón. Unos pocos metros más allá, para su auto. Bajan los dos, asustados, presurosos y maldiciendo su mala suerte. Cuando llegan al lugar, descubren que nadie hay en el asfalto. Ni siquiera un rastro de sangre, que indicará el atropello de un ser vivo. Recelosos los dos se miran. Aliviados, pero impactados ante el suceso se metieron de nuevo en el automóvil reanudando su viaje. Tardaron en reaccionar, por fin la mujer dice:
—¿Qué pasó? —Con cierta alarma en sus palabras.
—¿Has visto lo mismo que yo? —siguió diciendo mirando a su marido que pensativo prestaba toda su atención a la carretera— ¿Qué te pasa? ¿Estás cómo ausente? —La mujer cada vez más nerviosa le dio un manotazo en el hombro, a modo de llamar su atención. Aquél por toda respuesta, miró a su esposa. De esas miradas que dejaría helado a cualquiera. Ella se dio por aludida, y sin abrí más la boca llegaron los dos a su destino.
La relación en la pareja en todos los sentidos, hacía aguas. En los sucesivos días su marido no durmió bien, ojeroso, sin afeitar y de muy mal carácter.
Doce de la noche, vuelta. Una de la mañana, otra vuelta. Imposible dormir, los ojos del varón cómo platos, abiertos a más no poder. El tic-tac del reloj resonaba cómo si de un martillo pilón se tratará. Los ecos de la calle, antes normales, se le antojaban de manera que de una fiesta estuviera debajo de su ventana. Raudo tomó una decisión, se levantó muy sigilosamente, cómo un ladrón curtido en estos menesteres. Tomó las llaves del auto, bajó al garaje saliendo del mismo en dirección a esa carretera, que tanto le impactó.
Quedaban treinta minutos para las cuatro. Estacionó antes de llegar a la curva, sus faros iluminaban la misma. Restan veinte minutos, empieza a chispear, diez minutos. La lluvia arrecia de forma violenta. Es tal, que apena se puede ver. Las cuatro de la madrugada, una figura empieza a esbozarse. Entre la cortina de agua se distingue a una joven, adolescente con un niño en brazos. El agua la moja, la empapa, pero ella impasible avanza. En esos momentos los faros del auto estallan. La oscuridad mezclada con el ruido de la lluvia, que rebota en la carrocería del coche crea una atmosfera de terror. Dentro el hombre está paralizado, algo le dice en su interior que no se mueva. La temperatura desciende te tal forma, que el vaho empaña los cristales. Un ruido a su espalda le delata la presencia de algo, que repiquetea cómo el chirriar de dientes. Un siseo pronuncia su nombre. Él no reacciona, sabe que es su cita, que lleva años esperando. Algo muy frió le roza la nuca en forma de caricia. Un sollozó se deja oír.
—Llevo mucho esperando… —el sonido apenas audible con mucho esfuerzo, apesadumbrado y lúgubre le llega a su mente, cual puñal se le clavara en las entrañas— Tu hijo y yo esperamos en esa curva, a lo comprometido por ti, que vendrías a buscarnos —La voz antes afligida empieza a subir de tono— ¡Cobarde! ¡No te enfrentasteis a tu familia! ¡Elegisteis dejarnos aquí esperando, debajo de este maldito aguacero! —El personaje no dijo, ni negó en absoluto. Puso en marcha el vehículo y se dirigió hacia el pueblo.
En el próxima revuelta antes de entrar en el municipio. La misma chica, con el mismo niño. Se le muestran de sopetón. En un acto inconsciente se gira. En el asiento trasero vació, un charco de agua es el único testigo de la extraña pasajera. Pierde de tal manera la concentración, que se estrella en la hilera de árboles que bordean la carretera comarcal.
Desde aquél trágico accidente del mozo, que dejó el pueblo para buscar un mejor futuro en la cuidad. Ahora en la curva hay una familia de tres, esperando a que algún incauto los suba, y en la siguiente vuelta. Alarmados los tres, avisaran a gritos de la peligrosidad de la misma. Para acto seguido desaparecer ante la mirada estupefacta del conductor…
Fin
J.M. Martínez Pedrós.
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