“Hay insuficiencia de recursos, de refuerzos, de alimentos, de todo. Así no se puede ganar una guerra”, pensó el solitario soldado, único sobreviviente de su pelotón en una reciente escaramuza. Se sabía hambriento, enfermo; el rostro enjuto, desencajado, surcado de grandes ojeras, era preludio fiel del cuerpo famélico y afiebrado de aquel guiñapo de hombre.
Se agazapó tras unos arbustos que lucían cientos de flores color fucsia y que rodeaban el claro de bosque que tenía enfrente. Miró la humilde choza y el pozo, del cual una mujer vestida con harapos, sacaba agua en un balde. Aguardó con cautela. Observó que ella era esbelta y grácil; en medio de aquella soledad semejaba una ninfa, una náyade de aquel lugar.
Extremando precauciones, tambaleante, casi al borde del desmayo, se acercó a la mujer fusil en mano. Ella lo miró venir sin sorprenderse.
-Estoy sediento- dijo a modo de saludo. -¿Puedes darme agua?
La mujer, sin responder, lo invitó a que tomara del balde que estaba sobre el brocal del pozo. El soldado bebió con fruición, jadeante, tembloroso.
-¿Qué haces aquí?- dijo él.
-Aquí vivo.
-¿Y tu gente?
-Murió.
-¿Tienes comida?
Con un gesto lo invitó a seguirla hasta la choza. Entraron. El interior estaba oscuro; en la penumbra lograba verse un humilde camastro, una mesita de madera y una silla metálica medio desvencijada. De una pequeña alacena, la mujer extrajo pan y algo de carne fría.
-¿Cómo consigues esto?
-Tengo amigos.
-¿Están cerca? ¿Van a venir?- se alarmó.
-No, ahora.
En aquel momento, el soldado se dio cabal cuenta de lo hermosa que era la mujer. Le recordó vagamente a una novia sueca que tuvo en el pasado.
Devoró el pan y la carne.
-¿Puedo confiar en ti y dormir un rato?- murmuró el hombre, mientras le arreciaban los escalofríos y la fiebre.
-Puedes descansar. Nadie interrumpirá tu reposo.
El soldado se tumbó en el camastro, que estaba extrañamente blando y acogedor.
-Sabes, eres muy bonita- y extendió un brazo para acariciar la mejilla de la mujer que arrodillada lo cubría con una frazada. Cerró los ojos.
-No soy bonita, soldado. No sabes lo que dices; aunque siempre estoy solícita para ayudar a descansar a los que me necesitan.
El soldado, sumido en la inconsciencia, no alcanzó a escuchar las palabras de la mujer ni a ver ya, las mejillas descarnadas y las cuencas vacías de la muerte.
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