Caminaba despacio, la arena entre sus pies descalzos germinaba entre los dedos, se sentía niña otra vez, una sonrisa de falsos dientes dibujada en su cara. Simona estaba de vuelta.
Los médanos llegaban hasta el horizonte, como un mar amarillo grisáceo, oía romper las olas a su espalda y gritos de gaviotas. Era la paz.
Se arremangó los pantalones hasta las rodillas para poder caminar por la costa, caracolitos, almejas, alguna piedrita, ya el agua lamía sus piernas como un masaje relajante. Se acomodó el sombrero de paja hilachento que sostenía con un pañuelo azul atado a su barbilla.
Las sandalias en la mano le daban la apariencia de una turista más, pero hubiera sido un error pensar así. Simona era el mar, la arena; el médano, el caracol, la gaviota.
Sus ojos color mar tenía un velo que los revelaban casi ciegos, eso no era importante, no lo que veía, lo que le pertenecía era lo que sentía, el olor a sal, el viento en la cara.
A medida que se alejaba del murmullo, gritos, música, chapoteo de la gente más feliz se sentía, hasta que solo la acompañó el silencio.
Llegó hasta la escollera, las piedras frías y resbalosas la invitaron a sentarse, decidió recostarse y sentir los últimos calores del sol que estaba por desaparecer…
Así la encontraron a la mañana siguiente, con su sonrisa de dientes falsos, durmiendo la paz de la eternidad.
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