Siempre gocé de una excéntrica y macabra imaginación. Afirmo esto, porque todo cuanto se relacionaba con el horror y el miedo, oscilaba en mi mente en términos infinitos.
Recuerdo por ejemplo, el velorio de un pariente, cuando yo tenía seis años de edad. Ambiente propio de funeral; mi madre y mi padre flanqueaban mi escuálida persona, gente cabizbaja vestida de negro, flores blancas, lágrimas, murmullos de zalamerías para con el muerto…
El ataúd estaba situado en el centro de la gran sala blanca. Era, recuerdo, de madera de caoba tallada, y pintado de negro. Tenía la parte superior abierta, para que los dolientes simpatizantes, pudiesen despedirse por vez última del muerto… Sin embargo, por mi baja estatura en aquel entonces, y porque el ataúd estaba asentado sobre una alta plataforma, no podía ver la apariencia de aquel que plácidamente dormía en la eternidad. Y he aquí que para el poder de mi siniestra imaginación, no había obstáculo cuando de saciar su curiosidad se trataba.
Mis padres estaban ocupados con otros presentes, y no quise molestarlos de que me alzasen para ver el muerto… Repentinamente invadió el silencio a mis oídos, y aunque observaba el movimiento de labios de los apesumbrados asistentes, no emanaba de ellos ningún sonido. Supuse que me había quedado sordo, pero pronto escuché un quejido, prolongado, como si alguien implorase cura a alguna herida muy ardiente y dolorosa. Escruté en derredor, y no pude distinguir el punto de su origen. Mecánicamente volví a ver hacia el centro de la sala, donde yacía el pariente muerto… Y sentí un frío gélido usurpando todo mi cuerpo, cuando creí escuchar más fuerte aquel quejumbroso sonido emanando del ataúd… |