A su llegada al mundo fue mal recibida, la tomaron como el símbolo que sólo usan ciertas personas; un delincuente, un presidiario, una prostituta, un marinero. Como si las dos últimas tuvieran algo de malo. Los más lejanos, o incluso desconocidos, fueron quienes pudieron apreciar su belleza y su gran valor.
Fue colocada en la espalda de una mujer. Su creador marcó con paciencia y talento cada trazo, le dio unas grandes alas, la alegró con colores pasteles; y comenzó a vivir entre los omóplatos de alguien que se deleitó con su presencia.
La mujer se perdió en el placer del dolor sostenido, en la fiel compañía que nace de una herida, en la cicatriz voluntaria que eligió para sí. Ella quería algo que la acompañara por siempre, una lealtad inquebrantable, tinta viva, vida coloreada.
Con el tiempo, la acompañante de tinta comenzó a desteñirse, fue puesta en manos de un ser insensible, desinteresado, que casi la hace desaparecer colocándole por encima un desorden de colores sin significado, igual de permanente que ella. El desorden no podía desaparecer, pero fue cubierto con negro y rojo; resurgieron las alas, oscuras pero más fuertes, erguidas. A simple vista hay colores oscuros, sólo obra y lienzo conocen la luz que hay debajo.
Inseparables, humano y tatuaje, mujer y libélula; alianza firme. Caminan juntas, ambas creadas, cubiertas y descubiertas, recreadas, heridas, fuertes, definidas, siempre presentes, infinitas.
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