Cualquiera diría que es requisito indispensable no estar acompañado para poder tomar un café en este lugar, las mesas se llenan de gente que gusta de venir en soledad ya sea para trabajar, leer, observar o simplemente por el gusto de estar a solas. A dos locales hay un negocio de raspados, después dos lugares de comida rápida, y al final otro café; todos tienen una terraza similar y todos venden café aunque sea soluble o de maquinita, desde todas las terrazas se puede observar exactamente el mismo panorama: la avenida, el tráfico y la gente que pasa caminando. Todos los espacios son muy parecidos, sin embargo, por alguna razón en ningún otro lugar de por ahí he visto mesas ocupadas por solitarios, sólo aquí.
La terraza parece ser el lugar predilecto para ellos, adentro hay salitas muy cómodas pero ahí solamente se acomodan personas que van acompañadas, como si existiera un reglamento que así lo indicara. Los fines de semana todo esto se convierte en un mercado, un lugar ruidoso lleno de familias y grupos de amigos, los meseros no paramos en todo el día, nos llega la noche entre limpiar mesas, tomar la orden, llevar la cuenta, tropezar con niños. Los solitarios pululan de lunes a viernes y son silenciosos.
Cada uno tiene su mesa predilecta, la que siempre ocupa. La casualidad ha hecho un trabajo limpio ya que no hay dos solitarios que prefieran la misma mesa, y si los hay, suelen ir a diferente hora o en diferente día. Es en la tarde, después de las cuatro cuando se reúne la mayor cantidad de dichos especímenes. Hay solitarios ocasionales, que van unas cuantas veces y después no los volvemos a ver, y los hay constantes, los que van casi diario, ellos ya son parte del mobiliario.
Está el solitario de la mesa veinte, un señor muy serio que no sonríe y ni por accidente dice por favor y gracias. No solamente exige lugar para él, sino para su lujoso carro, si el lugar ubicado para estacionarse justo frente a la terraza está ocupado, lo estaciona cerca pero no pide su café, sino hasta que el espacio se desocupa y puede estacionarse donde a él le gusta. Si la mesa no está disponible, se sienta en otra a esperar y pide su café cuando ya puede ocupar su lugar. Una vez satisfecho dedica la tarde a observar su carro y a tomar dos americanos con doble shot de rompope.
En la mesa 34 está la estudiante de psicología, trabajando en su computadora con la mesa llena de libros y fotocopias. Es muy sonriente y atractiva, hay algunos que sin tener vocación de solitarios pretender serlo para acercarse a Maya, pero ninguno ha tenido éxito.
“Don Bigotes” es un señor de unos cuarenta años, muy amable que antes de sentarse se acerca a la barra a saludarnos a todos los empleados, recuerda nuestros nombres y parece genuino su interés cuando pregunta “¿cómo has estado?”. No tiene una mesa fija, él se sienta donde haya espacio. Solamente se toma un café y se va después de despedirse.
Hay tres jóvenes que dedican su tarde a leer, van a la misma hora y se sientan en la mesa veinte, pero en distinto día, no he visto que coincidan. Son tan similares que creo deberían conocerse, en ocasiones he visto que dos de ellos leen el mismo libro, hasta podrían ser buenos amigos.
Una maestra de filosofía elige la mesa 43 para preparar sus clases. En el local siguiente hay un centro de copiado y ella tiene la comodidad de preparar su material con todo lo que necesita cerca: papelería, una mesa y café. Se le ha visto compaginando copias, preparando clases y calificando exámenes.
Un misterioso hombre que nunca levanta la mirada se sienta en la mesa 32, siempre lleva consigo una biblia y otro libro que se titula “Símbolos… (algo) …biblia” (aunque lo intenté, nunca pude ver el título completo). Alterna la lectura entre un libro y otro y hace anotaciones en una libreta empastada color negro.
Hay más solitarios, tan solitarios que pasan desapercibidos, pero hay algo que casi todos tienen en común: el café, piden americano o expreso. Si alguna vez van acompañados, piden sustituto de crema, un chorrito de leche, piden el expreso cortado, o ya llegando al extremo, piden un capuchino. Es como si los lácteos no se llevaran bien con la soledad, o como si el reglamento imaginario estipulara que si el consumidor está solo, también lo debe estar el café.
Todos se conocen, se saludan a distancia pero nunca se han dado la oportunidad de entablar una conversación, tampoco solían ocupar la misma mesa, hasta que llegó el solitario que lo cambió todo, que puso de cabeza la dinámica y no respetó el reglamento imaginario.
Hace unos meses comenzó a venir una mujer de baja estatura, frondosa y con una cabellera rubia (con tinte rubio) a la altura de los hombros, una mujer por demás sonriente y melosa hasta la náusea, pide “un americano suavecito como tú” mientras acaricia la mano del mesero desafortunado. Se dirige a nosotros con apodos de repostería como: pastelito, panquesito, bolillito. Gracias a ella comenzamos a practicar juegos de azar, quien pierde debe atenderla. La chica embarazada que trabaja en la barra nada tiene que hacer en la terraza, su trabajo es preparar café… y acudir al llamado de la señora en cuestión para dejarse acariciar el vientre.
La mujer se llama Rosa, pero nos pide que la llamemos Rosita, y como “al cliente lo que pida” así le decimos, en su presencia, entre nosotros es Doña Rozadura, porque causa incomodidad, molestia, ardor y picazón. Me quejaba de los clientes poco amables, deseando que alguna vez fueran corteses, pero jamás pensé que tanta amabilidad pudiera ser molesta.
A diferencia del resto de los solitarios es que ellos están sin compañía por elección, ella parece no tener alternativa. Su café “americano suavecito como tú” no lo pide con leche o sustituto de crema, dice ser intolerante a la lactosa, aunque yo creo que la lactosa es intolerante a ella.
Dedica la tarde a cazar solitarios, una vez sentada donde encuentre lugar, observa, en este punto si algún solitario le devuelve la mirada está en peligro, pero aún puede salvarse. Una vez que se encuentran las miradas Doña Rozadura sonríe, si el solitario devuelve la sonrisa, puede considerarse muerto, ya que una sonrisa devuelta ella la traduce como “por favor, ven a sentarte a mi mesa, quítame el tiempo, métete en mis asuntos, sácame de quicio y hazme huir”. La masacre comienza cuando ella se levanta de su mesa, no he tenido la oportunidad de escuchar la conversación que la mujer logra entablar, solamente observo que la sonrisa del solitario es cada vez más forzada hasta que desaparece, la molestia comienza a ser evidente, se escucha algún manotazo en la mesa, una taza rota en el suelo, el solitario pide su cuenta a gritos, en ocasiones paga y no le interesa su cambio, y a veces regresa a pagar al día siguiente. Doña Rozadura no pierde la sonrisa y sólo dice: “otro cafecito por favor”.
La compañera embarazada se fue de incapacidad porque le diagnosticaron embarazo de alto riesgo, la semana pasada tuvo contracciones justo cuando se estaba dejando sobar la panza por Doña Rozadura, cual estatuilla de Buda. Los solitarios por un momento desaparecieron, pero como no parece haber en la ciudad otro lugar apto para ellos, volvieron poco a poco. La dinámica sufrió un cambio radical, así como el reglamento imaginario. Todo parece normal, los solitarios que aún prevalecen están cada uno en su lugar, pero cuando ven llegar a la señora algunos piden su cuenta inmediatamente, los que se quedan comparten mesa con algún otro solitario, todo para no ser presa de Doña Rozadura, la depredadora de soledades.
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