La Noche de San Juan
23 de Junio, víspera de San Juan. Galicia.
20:30
Xosé terminó de atarse los cordones. No entendía por qué debía ponerse los zapatos; total, nadie iba a fijarse en sus pies y él estaría mucho más cómodo con unas deportivas…, pero su mujer había insistido, y no era capaz de negarle nada. “Al fin y al cabo, sólo serán unas horas”, se dijo para convencerse. Unas horas que pasaría de un lado a otro, sin poder sentarse ni un minuto a descansar, como cada año desde hacía más de una veintena. Desde que el dueño de la finca donde realizaban las hogueras descubrió la eficacia de Xosé ante la parrilla, le puso al cargo de las fogatas para asar sardinas y chorizos en celebraciones como aquella. Al principio aceptó un poco receloso, pues no es algo remunerado, ni si quiera agradecido; pero a medida que pasaban los años, Xosé disfrutaba más con su contribución altruista en ese tipo de tradiciones. Mientras cerraba la puerta de la casa tras su mujer, un pensamiento atravesó su mente: ¿habría suficiente vino ese año?
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El teléfono sonó por quinta vez en el pequeño estudio. La desaliñada joven agazapada en el sillón resopló y se alargó hasta la mesa con desgana, tomó el aparato y colgó. Lo dejó caer a su lado, intuyendo que no sería la última vez que tendría que levantarse a buscarlo. Volvió a encogerse en el asiento y a mirar al televisor sin prestarle atención. Nunca echaban nada decente, si quería ver algo en condiciones tendría que alquilar una película. El incordiante teléfono pitó nuevamente a su lado. Lo cogió y leyó el mensaje que parpadeaba en la pantalla: “Oye, tía, podías responder, llevo toda la tarde llamando. ¿Te vienes a las hogueras o qué? Vienen todos y hay cena gratis. Contesta”. Susana bufó. “Qué pesadita se pone,” pensó mientras escribía: “Por última vez, no me apetece, no estoy de humor. Pasadlo bien y no bebas demasiado, que te conozco. Chao.”
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Las nubes se arremolinaban sobre la pequeña aldea mientras la señora María volvía de la huerta con su cesta de mimbre llena de hortalizas y vegetales. Las verduras comenzaban a tener un tamaño considerable y debía cosecharlas antes de que una helada lo echase todo a perder. Retiró el pañuelo que envolvía su plateada cabeza y lo utilizó para proteger el contenido del canasto, evitando que se cubriera de polvo. Renqueaba de una pierna, los años no perdonaban a sus articulaciones… Ni los años, ni los augurios; y es que la señora María en ocasiones vaticinaba acontecimientos que estaban por llegar, y había amanecido con el presentimiento de que algo iba a ocurrir, aunque no conseguía saber qué era. Trató de acelerar el paso, deseaba volver a su casa, a resguardarse en la seguridad de sus muros antes de que sucediera una desgracia.
21:50
Las brasas estaban preparadas para recibir las primeras tandas de sardinas. Xosé se remangó la camisa de cuadros por encima de los codos y comenzó a colocarlas perfectamente alineadas en las parrillas. La gente empezaba a impacientarse, y saciaban su ansia con frías cuencas de vino y abundante pan de millo. Las mujeres sorteaban a la concurrencia cargadas con botellas y platos para reponer las mesas ya vacías, mientras el olor del pescado asado inundaba la festiva noche. La frente de Xosé evidenciaba la temperatura del ambiente y de los fuegos mientras rellenaba los hierros con las últimas sardinas, que compartiría con sus hijos, sus nietos y las hacendosas manos que le ayudaban a aplacar el apetito de los invitados. Los críos correteaban por la explanada, parando de hito en hito para preguntar a sus padres cuándo sacarían los chorizos, pues el hambre empezaba a hacer mella. Las voces y miradas de los adultos se dirigieron al improvisado recinto que servía de cocina al aire libre, donde Xosé abría la nevera portátil en busca de las primeras ristras de longanizas.
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Susana acarició la imagen del Cristo que velaba la habitación. No era muy dada a las supersticiones, y mucho menos devota, pero eso era diferente. Se lo había regalado su madre cuando se independizó hacía ya varios meses, y ahora que ella no estaba, sus cosas habían tomado más valor todavía. Había sido un año muy duro, muy injusto se atrevería a decir. Su madre falleció padeciendo terribles dolores que aparecieron sin ninguna explicación, la muchacha había perdido su trabajo, y todo andaba mal en torno a ella. Cualquiera diría que era víctima de un mal de ojo. No tenía ganas de salir ni de comer, pero no le atemorizaba enfermar. De hecho, le daba igual. Antes disfrutaba de fiestas como la de esa noche, con la familia, los amigos, buena comida y un ambiente animado, participando de una de las tradiciones más conocidas de su Galicia natal; pero ahora no le encontraba sentido, tenía la sensación de que alguien o algo por encima de su comprensión se estaba dedicando a martirizarla, y no conocía remedio contra las maldiciones… O tal vez sí. “Si consiguiera una buena botella de orujo…”
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La señora María removió el contenido del puchero que borboteaba sobre el hogar y se acercó la cuchara de palo a los agrietados labios. Tras colgar el utensilio en su lugar, se aproximó a la ventana, donde un gato frotaba su lomo pidiendo entrar en la estancia. “Este condenado bicho se pasa el día fuera de casa y sólo vuelve cuando le rugen las tripas.” Abrió y le permitió el paso, cerrando nuevamente mientras el felino ronroneaba sobre el tapete del sofá. La vieja observó el exterior. Las familias vecinas se congregaban en la plaza para asistir al espectáculo que tendría lugar a media noche, y al que ella no había sido invitada. Nunca fue muy querida en el pueblo, y aunque no le preocupaba, esperaba que esa noche los padres supieran tener a sus hijos alejados de la vivienda. No le apetecía que volvieran a recrearse lanzando cosas contra su fachada. Corrió el espeso cortinaje, dejando la sala en penumbras y se dispuso a retirar la cena de la lumbre.
23:54
La esposa de Xosé instaba a su marido que se diera prisa en recoger los bártulos y se hiciera con unos pedazos de papel y un lápiz. La finalidad era escribir, por un lado, aquellas cosas que no querían que se repitiesen durante ese año, y por otro, aquello que deseaban que aconteciese en el mismo periodo. Una vez redactado, ambos papeles debían arder en la hoguera, realizando el fuego su doble función. Por una parte, destruir todos los malos momentos y temores de los que se reunían aquella noche. Por el contrario, debería ser purificador con las esperanzas depositadas entre las ascuas, hacer que los buenos deseos surgieran de entre sus llamas, como si de pequeños Fénix se tratase. El hombre secó sus manos, anotó rápidamente sus peticiones y acudió a la llamada de sus nietos, que esperaban nerviosos el momento en que los fuegos iluminaran el cielo. “Este año también daremos las vueltas, ¿verdad abuelo?”, preguntaron los chicos. El hombre les miró con gesto complaciente: “claro que sí. En cuanto la enciendan y tire mis papeles, comenzamos.”
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La fortuna había sonreído por primera vez en mucho tiempo a Susana, que consiguió hacerse con una añeja botella de aguardiente blanco. Para emborracharse, que fue su primer propósito, hubiera servido cualquier cosa, pero no para realizar una Queimada en condiciones, como había decidido. La fruta ya estaba limpia y mondada, los granos de café en el fondo del recipiente cubiertos por abundante azúcar y las cerillas reposaban junto al cazo y las tazas. Volcó el translúcido contenido de la botella y los intensos vapores etílicos la hicieron alejarse prudentemente de la mesa antes de encender el alcohol. Tomó la cajita de fósforos entre sus manos y se dispuso a frotar uno de ellos mientras miraba el reloj de la pared y recordaba las palabras que recitaba su abuela antes del ritual. “Mouchos, coruxas, sapos e bruxas…”
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La anciana María dejó descansar su cuerpo sobre el respaldo del sillón. Miraba con desespero hacia la mesa que tenía frente a ella, donde una copa de bermellón contenido se erguía ante una baraja de cartas que se hallaba desparramada por la superficie. Había encendido unas velas que ubicó por toda la estancia para mantenerla iluminada. La vieja apoyó nuevamente las manos en la mesa, recogió los naipes y volvió a barajarlos, mientras espantaba de su pierna al fastidioso minino. Seguramente su temor era infundado por supersticiones y nada malo iba a ocurrir, pero no podía quitarse esa desagradable sensación de la cabeza. Pensó que quizás debiera acostarse, al fin y al cabo, el día estaba a punto de tocar a su fin, y a la mañana siguiente se habría recuperado de la angustia de malos presagios.
00:00
Xosé arrojó al recién estrenado fuego sus peticiones y besó a su mujer. La gente aplaudía y se acercaba antes de que se avivase la fogata para tomar fotos y quemar sus deseos. La banda de gaiteros comenzó a tocar ritmos típicos mientras el hombre tomaba de las manos a los pequeños y comenzaba a rodear la hoguera.
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Susana pronunció las últimas palabras del Conxuro al tiempo que acercaba la cerilla al recipiente de la Queimada. Las llamas azules no se hicieron esperar, y la joven introdujo el cazo para remover el brebaje, musitando una vez más “fuxirán as bruxas…, fuxirán as bruxas…”
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La Señora María tiró por última vez las cartas sobre la mesa, mientras el reloj de péndulo anunciaba la media noche. El gato, que dormitaba sobre la cómoda, se sobresaltó, haciendo volcar una de las velas. La vieja, sin percatarse, miraba horrorizada la disposición de la baraja sobre la tabla.
00:01
Xosé daba vueltas en torno al fuego junto a los niños, y se sonreía satisfecho. “Ha sido una buena noche…” En la hoguera, su petición crepitaba más que las demás, rezando con letra firme “que cada cual reciba lo que merece”.
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Susana vertió en contenido del cacillo en una cuenca y sopló pausadamente. Una sensación de bienestar crecía en ella por momentos. Quizás las cosas mejorasen pronto…, quizás esas antiguas tradiciones funcionasen…, quizás sólo era cuestión de tiempo…
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El incendio que se declaró en casa de María pasó desapercibido entre el jaleo de la celebración. Dentro, la vieja continuaba observando con pavor la revelación de las cartas que anunciaban su muerte. En la calle, un vecino contemplaba las llamas que salían de la vivienda mientras murmuraba: “se lo merece, por bruja”.
Raquel Contreras (Reeditado) |